
Portada de la edición española de Las Damas de Grace Adieu, publicado por ediciones Salamandra
Admito que cuando elegí a Susanna Clarke para este proyecto, lo hice pensando en un relato suyo muy especial: Las damas de Grace Adieu. Pero también tengo que admitir que me daba tanto miedo no hacerle justicia que he ido posponiendo una y otra vez el artículo que tanto le había querido dedicar.
Después de haber disfrutado como una enana con la primera y exitosa novela de Clarke, Jonathan Strange y el señor Norrell, y de creer erróneamente durante algún tiempo que iba a tener que pasar el mono de magia clarkeana sin ninguna clase de alivio, descubrí para mi regocijo que, aunque fuera solo como secundarios, mis queridos y un poco arrogantes magos volvían a cobrar vida. Lo hacían en una historia corta ―ocupa poco más de treinta páginas en la edición en castellano que sacó Salamandra― que encerraba muchas más sorpresas agradables. La más notable de ellas era que Susanna Clarke no solo había recuperado a los personajes de Strange, Norrell, e incluso los hermanos Woodhope, Arabella y Henry, sino que había creado otros igualmente memorables.
En Las damas de Grace Adieu, Clarke nos traslada a la Inglaterra rural, a Gloucestershire, concretamente al pueblo que da nombre al relato y que parece directamente extraído de una novela de Jane Austen. Tanto es así que en Grace Adieu más o menos vienen a ser los vecinos quienes deciden con quién debe casarse cada cual, al más puro estilo Emma Woodhouse. La joven Cassandra Parbringer, protagonista del relato, no es una excepción a la norma, y en su caso el elegido para desposarla será el reverendo Henry Woodhope, hermano de Arabella Strange y en consecuencia cuñado de Jonathan Strange.
Teniendo en cuenta las catastróficas consecuencias que para las mujeres suele acarrear que Strange o Norrell entren en sus vidas, la primera reacción puede ser temer por la pobre señorita Parbringer. Craso error. Ni Cassandra ni ninguna de sus amigas parecen dispuestas a convertirse en damiselas en apuros. De hecho, uno de los detalles que más llamó mi atención fue que, en cierto modo, se invirtieran los roles típicos de la muchachita inocente y su malvada madrastra. Para empezar, de muchachita inocente Cassandra lo único que tiene es el aspecto. Y, además, lejos de llevarse mal con la segunda mujer de su padrino, el aburrido señor Field, encuentra en ella una compañera fiel de quien no concibe separarse. Así al menos se lo hace saber a la tercera de las damas a las que se refiere el título del relato: la señorita Tobias, una institutriz que cuida de dos niñas huérfanas y que no despierta muchas simpatías en el pueblo por su forma de ser, demasiado formal, demasiado libresca, y que nunca sonríe a no ser que haya alguna razón por la que hacerlo.
Es difícil explicar cómo continúa una historia relativamente breve como esta sin destriparla. Digamos tan solo que las damas de Grace Adieu comparten algo más que paseos y tardes de té; comparten el interés por la magia y por los libros que versan sobre ella. Y no dudarán en usarlos con tal de proteger a las huérfanas cuando un pariente de las pequeñas se presente en su mansión con intenciones perversas.

Portada de la edición española de Jonathan Strange y el Señor Norrell, también en Ediciones Salamandra
He leído y releído este relato varias veces y no me canso de hacerlo porque lo encuentro sencillamente brillante, no solo en el sentido literario, sino como alegato feminista de primer nivel. Al igual que las damas protagonistas, Clarke urde su entramado con mucha discreción, muy taimadamente y, sobre todo, con mucho sentido del humor. No puedo evitar que me vengan a la cabeza las obras de Jane Austen cada vez que una de las protagonistas suelta una perla cargada de mordacidad sobre las constreñidas opciones que les deja su condición femenina, como cuando Cassandra admite que está dispuesta a casarse con el soporífero señor Woodhope con tal de no tener que abandonar Grace Adieu y, sobre todo, de no tener que vivir lejos de su querida señora Field.
El de la señorita Parbringer parece un gesto de resignación con el que acepta un matrimonio gris con un hombre por el que, en el mejor de los casos, solo parece sentir condescendencia. Más dura de digerir se antoja la decisión de su querida segunda señora Field, quien a la edad de veintiún años consiente pasar por el altar con el padrino de Cassandra, de quien su propia ahijada piensa que debía ser tan pesado de joven como lo es a punto de cumplir la cincuentena. Se trata de matrimonios de conveniencia con los que dos de las damas esquivan alternativas que se les antojan aún peores; perder a su amiga y confidente en el caso de Parbringer, o hacerse maestra en el de la señora Field.
La única de las damas de Grace Adieu que se resiste a sacrificar su soltería es la señorita Tobias, a quien, como ya hemos visto, se describe como una mujer que no oculta su carácter circunspecto ni su superioridad intelectual, características estas dos que no debían ayudar a venderse como esposa deseable en la Inglaterra de principios del siglo XIX. De todas formas, y aunque no se explicita en el texto, da la impresión de que ha sido la propia señorita Tobias quien ha preferido convertirse en institutriz en lugar de casarse.
No hay lamentos en Las damas de Grace Adieu. Tampoco críticas entre ellas por haber tomado uno u otro camino. A fin de cuentas, no existen más. En este aspecto creo que Susanna Clarke vuelve a dar con la tecla adecuada. Este relato habla de magia, habla de la Inglaterra rural de Jane Austen y de los cuentos clásicos, pero ante todo habla de algo que se echa en falta en este tipo de historias: habla de amistad entre mujeres. Por una vez, el detonante que pone en marcha a las protagonistas no es el amor romántico o la necesidad de defenderse de otras mujeres que les profesan miedo o envidia. Aquí la madrastra no es un elemento al que temer, sino una aliada. Puede que, como en los cuentos tradicionales, siga siendo una bruja, pero ante todo es un pilar en el que apoyarse y la razón por la que una joven inteligente y cultivada no desea abandonar el pueblecito en el que ha crecido. Tampoco la institutriz es una solterona amargada, y no deja de ser un personaje femenino fuerte por pedir ayuda a la hora de salvar a las niñas a las que ha tomado bajo su protección.

Susanna Clarke en una imagen interior de Las damas de Grace Adieu
Además, y esto me parece importante, el verdadero leitmotiv no son los sentimientos de la institutriz hacia el tutor de las huérfanas, como ocurría, por ejemplo, en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, o incluso en esa proeza literaria que es Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Aquí el tutor no es, ni de lejos, un objetivo romántico, sino la amenaza a la que hay que combatir. El capitán Winbright, pariente más cercano de las pequeñas, a pesar de lucir cautivador con su casaca roja de oficial y su físico agraciado, está muy lejos de encarnar al caballero de reluciente armadura que llega a la vida de la heroína para darle sentido. Más bien todo lo contrario.
En Jonathan Strange y el señor Norrell las mujeres quedaban relegadas a un segundo plano. Eran damiselas en apuros como Arabella Strange y lady Pole, víctimas de sus presuntos y presuntuosos salvadores, en absoluto débiles, pero sí muy limitadas por las convenciones sociales. Quizás pueda mencionarse alguna excepción, como el personaje de Flora Greysteel, muy decidida y arrojada, a quien, recordemos, Strange conoce mientras ella viaja con su familia por Europa. Pero no podemos olvidar que, sobre todo al principio, la señorita Greysteel actúa movida por un interés romántico hacia el propio mago. En Las damas de Grace Adieu desaparece por completo el elemento amoroso, al menos en el sentido más acostumbrado del término. Sin duda las damas de Grace Adieu sienten mucho amor, pero lo sienten las unas por las otras y también hacia las huérfanas a las que quieren proteger de su desaprensivo tutor. Las protagonistas no desean otra cosa que disfrutar de la amistad y del espacio de libertad que se ganan gracias a su astucia y valentía, burlando a aquellos que pretenden, de alguna manera, interferir en sus planes para seguir siendo mujeres felices y más independientes de lo que pudiera creerse.
