A estas alturas, creo que poco se puede decir de La quinta estación que no haya dicho ya todo el mundo. Jemisin ha vuelto a España pisando fuerte y se lo merece, porque la primera entrega de la trilogía de La Tierra Fragmentada es de esas novelas que impactan como un mazazo en la cabeza. A no ser que se esté hecho de piedra (si me permitís la broma interna), es imposible que esta historia te deje indiferente. Porque todo, absolutamente todo lo que hay en ella, está pensado para incomodar, para removerte las tripas y para hacerte sentir enfermo de aversión. Conmigo, al menos, cumplió al cien por cien.
El mes pasado, en La Nave tuvimos la suerte de poder asistir a un par de eventos con la propia Jemisin durante los días que ella pasó en nuestro país presentando su novela (muchas gracias a Nova y a Cyberdark por tenernos en cuenta). Conocerla en persona fue un placer enorme: nos habló de cómo surgió la idea que dio pie a La quinta estación, nos explicó varios aspectos de su técnica y su proceso creativo, reflexionó sobre el estado de la ciencia ficción y la fantasía, la representación y la diversidad… Comparando el estado de la literatura de género en España y en EE. UU., nos contó que la situación no es tan distinta como podría parecer, que allí también se está revalorizando poco a poco conforme la gente se da cuenta de su potencial especulativo y de denuncia y que, aun así, la fantasía todavía puede hacer mucho más de lo que hace.

Portada española de La quinta estación.
Los avances que estamos viendo, con autoras y obras que apuestan por la diversidad ganando cada vez más premios, no le parecen suficiente (será suficiente cuando los números sean realmente paritarios) y ni siquiera estaba del todo segura de si esta tendencia es un premio a la diversidad o un castigo a la intolerancia. También dedicó unas palabras a la maravillosa iniciativa Octavia Project, que alienta la pasión de las niñas de Brooklyn por la ciencia ficción y la fantasía, formándolas en ciencia, tecnología, arte y escritura. Incluso nos dio unos pequeños avances sobre el nuevo proyecto en el que está trabajando, una historia de superhéroes con un tono radicalmente diferente al de esta saga, puesto que necesitaba tomarse un respiro.
Pero el grueso de su charla se centró en distintos aspectos de su novela y quizá no tenga mucho sentido haceros una crónica del encuentro sin haber hablado primero de la novela en cuestión. Así que he decidido haceros un remix y lo que os traigo hoy es una especie de reseña «anotada» con los detalles más relevantes de lo que Jemisin nos comentó (y aquí aprovecho para darle las gracias también a Carbaes por pasarme sus apuntes del evento y evitar que se me quedara en el tintero algo importante).
Lo primero es lo primero. La quinta estación comienza presentándonos el apocalipsis de ese mundo al que llaman la Quietud, una tierra agresiva y turbulenta en la que cada determinado tiempo se da una «quinta estación» o estación de la muerte: cataclismos de intensidad y duración variable que amenazan con exterminar a la especie humana y contra los que no se puede hacer nada más que intentar sobrevivir. Sin embargo, ya desde el primer momento se nos advierte de que esta quinta estación no es como las anteriores. Esta puede ser la definitiva, la que destruya el mundo de una vez por todas. Y no se ha debido a causas naturales, sino que ha sido provocada.
A partir de ahí, la trama se divide en tres caminos diferentes que van convergiendo poco a poco y que nosotros seguimos de mano de sus tres protagonistas: Essun, una mujer madura y cansada de la vida que vive el apocalipsis con indiferencia por el reciente asesinato de su hijo pequeño; Damaya, una niña cuya condición de orogén acaba de salir a la luz y es reclutada por la comunidad del Fulcro antes de que su pueblo pueda lincharla; y Sienita, una brillante orogén imperial a la que han asignado una doble misión, tan importante como humillante.
A través de sus ojos vamos conociendo qué es la orogenia, ese poder para «intervenir en los acontecimientos sísmicos», y el puesto que ocupan los orogenes en una sociedad que los teme, los odia, los utiliza y los considera poco menos que monstruosidades. Essun representa el drama que le aguarda a cualquier orogén que pretenda ser libre y vivir mezclándose con una comunidad normal y cómo la maldición que representan sus poderes no dejará jamás de perseguirle. Con Damaya conocemos a los Guardianes, las personas que se encargan de «supervisar» a los orogenes y las nociones más básicas del Fulcro, una orden paramilitar creada como una jaula en la que encierran a estos últimos para entrenarlos, casi como si fuesen animales. Y a través de Sienita vemos en su totalidad el horror del sistema, lo que representa el Fulcro en realidad, la opresión que sufren los orogenes a todos los niveles posibles.
Y es que esa opresión, ese ir abriendo los ojos poco a poco al horror que tienen que soportar estas personas, es mucho más relevante que el propio argumento de La quinta estación. Al fin y al cabo, la trama está fragmentada entre el viaje de Essun en busca de su hija mayor, el entrenamiento de Damaya y la misión y los descubrimientos de Sienita; pero no se avanza hacia un desenlace concreto, sino hacia una especie de revelación. Cada una de ellas va colocando unas cuantas piezas del puzle y, cuando por fin comprendes qué ha pasado y qué está pasando, la novela se termina y deja la auténtica acción preparada para empezar en el próximo tomo.
Esto implica que la novela en su práctica totalidad es informativa: consiste más en aprender detalles de este mundo y su sistema que en presenciar muchos momentos trepidantes. La línea argumental que más acción tiene es la de Sienita, y a veces el contraste con las otras dos tramas es tan fuerte que da una impresión de ritmo irregular. Sin embargo, sin esos momentos más pausados en los que se van desplegando los matices del worldbuilding, probablemente el impacto de la obra no sería el mismo. Quien se adentre en La quinta estación debe ser consciente de este detalle e ir preparado para la intimidad y la introspección.
A pesar de esto, no creáis que la novela es un inmenso infodumping. A Jemisin le encanta diseñar mundos, documentarse, reflexionar sobre todos esos pequeños detalles que conforman una sociedad y su idiosincrasia; y eso es algo que podemos notar en la terminología, los neologismos, los nombres, las creencias, ideologías y mitos de la Quietud. Son ese tipo de cosas las que condicionan nuestra forma de pensar. Ella quería que su mundo no tuviera nada que ver con el nuestro y lo consigue, dotándolo de una personalidad propia muy fuerte, desde la relación que tienen los personajes con la «divinidad» (¿cómo sería un mundo en el que dios odia a las personas y las personas odian a dios?) hasta su forma de hablar. «Esto no es la Tierra», nos dijo literalmente durante el evento en Madrid. Pero también es consciente de que el worldbuilding bien representado debe ser como un iceberg: nosotros solo vemos el 10%, el resto permanece oculto, útil únicamente para que quien escribe pueda mantener la coherencia interna. Así que no temáis encontrar puñados de información irrelevante con ánimo de lucimiento; en La quinta estación no sobra ni una coma.

Los otros dos tomos de la trilogía, The Obelisk Gate y The Stone Sky, pueden encontrarse en inglés. Se prevé que el segundo salga en España a lo largo de 2018.
El elenco de personajes es reducido, al menos si tenemos en cuenta solo a los más relevantes, pero están muy bien perfilados y construidos con solidez. Nuestras tres protagonistas, Damaya, Sienita y Essun, son mujeres potentes, fuertes, marcadas por la determinación, aunque la inocencia de la infancia haga a Damaya más pura, la dureza de la juventud haga a Sienita más temeraria y brusca, y el agotamiento de la madurez haga a Essun más inestable y rota. Sus objetivos son claros y luchan por ellos con uñas y dientes, aunque a veces las lleven por caminos muy oscuros.
Junto a ellas, Hoa, Tonkee, Schaffa y Alabastro son los más importantes, todos radicalmente distintos entre sí. Hoa y Tonkee acompañarán a Essun en su viaje, pero el potencial que encierran aún está muy esbozado y no empieza a brillar realmente hasta que se acerca el final de la novela. Con Schaffa, el Guardián de Damaya, Jemisin nos habla del papel de esta orden que controla al Fulcro y a todos los orogenes que pertenecen a él: en su persona podemos ver representada esa dicotomía entre reprimir y proteger, guiar y agredir. Schaffa no duda en destrozarle los huesos a Damaya, literalmente, si lo considera necesario, pero no se cansará de repetir que lo hace por su bien y por el bien del mundo entero. Hay en él un tipo de aprecio retorcido y paternalista, como el que puede sentir un crío hacia el animalito salvaje que intenta domesticar, y eso lo convierte en un personaje muy complicado, que nos tiene todo el tiempo debatiéndonos entre la repulsión, el miedo y la admiración.
En cuanto a Alabastro, digamos que está en otra liga. Él es, probablemente, el personaje más llamativo de toda la novela por su carácter lleno de luces y sombras. Decanillado del Fulcro, lo que equivale a ser uno de los orogenes más poderosos de la Quietud, y entrado ya en la madurez, ha visto y vivido lo suficiente como para estar rotísimo. Nos encontramos así a un hombre con un poder increíble que, al mismo tiempo, es tremendamente frágil y vulnerable. La presión lo ha destrozado a un nivel que ya no tiene cura, es la encarnación de todo el dolor y la ira que genera ese sistema que rige el mundo. Incluso en sus fases más demenciales, es casi imposible no ponernos de su parte o empatizar con él, aunque quede patente que tampoco es ningún santo (como Jemisin se encargó de reiterar en persona), y eso le da también un halo un tanto perturbador. Será gracias a la interacción con él que Sienita (y nosotros con ella) abrirá los ojos a la realidad, se sacudirá el conformismo y comenzará a cuestionar todo lo vivido hasta la fecha. De una forma u otra, Alabastro pone en marcha muchas cosas.
Pero un aspecto que marca la galería de personajes y en el que merece la pena detenerse es la diversidad, representada con mucha habilidad y respeto. Homosexualidad, bisexualidad, transexualidad… vais a encontrar varios personajes LGBT en puestos relevantes, y en la mayoría de los casos su orientación o identidad están normalizadas, porque el foco de la opresión no radica en esos asuntos (aunque en un momento dado se le escapa un comentario un poco chirriante con respecto a un personaje trans, que o bien está mal expresado o bien da a entender que la transexualidad también se considera «problemática» en la sociedad de la Quietud).
Cuando charlamos con Jemisin, nos explicó la importancia de saber conjugar la firmeza con la naturalidad a la hora de presentar personajes no normativos, ya que el modelo por defecto que crea nuestra imaginación es difícil de combatir. Hay muchas cosas que asumimos inconscientemente: color de piel, orientación sexual, identidad, género… Sin embargo, hay muchas formas sutiles de marcar las diferencias sin caer en la tosquedad narrativa, pero esquivando al mismo tiempo la ambigüedad. Jemisin lo hace muy bien y esto es algo vital: si tus personajes se salen de la norma, es mejor dejarlo claro para que quien te lea no se pueda escudar en prejuicios. Incluso nos contó una anécdota sobre cómo sus lectores se habían sorprendido al encontrar a un personaje cuya descripción hacía hincapié en su piel blanca: parece que a los blancos no hace falta describirlos, se los asume como lo estándar; pero en ese contexto ser blanco era la excepción, no la regla, y con ese simple apunte ya consiguió el impacto que buscaba.

N. K. Jemisin con Carbaes, durante el evento en Madrid el día 2 de junio de 2017.
¿Y el trasfondo? En realidad no me parece correcto hablar de «trasfondo» en La quinta estación, porque el mensaje que encierra está grabado en piedra y estampado contra la cara del lector a cada palabra. A esta novela solo le falta un puño que surja del texto al pasar una página y te rompa la mandíbula. No tiene gore ni se regodea en escenas desagradables o violencia gratuita, pero eso no la hace menos directa ni menos brutal, y hay que estar muy ciego para no darse cuenta de que es un potentísimo grito de denuncia contra la opresión, el supremacismo y el «odio al otro».
En la situación que viven los orogenes se pueden identificar elementos propios del racismo y de muchas otras fobias que nos son tristemente familiares en el mundo real: infanticidios, marginación social, adoctrinamiento para convencerlos de que son escoria y deben ganarse a pulso su derecho a vivir, el Fulcro como un gueto donde tenerlos encerrados y controlados, la cosificación y deshumanización absolutas que sufren, la reproducción programada como si fuesen animales de cría, la represión en todos y cada uno de los aspectos de su vida que les roba hasta el derecho a disponer de sus propios cuerpos… incluso la filosofía de los Guardianes de «te aplasto por tu bien y el de todos, porque eres un peligro» es algo que esgrime hoy en día más de uno.
Jemisin nos contó que la idea para la novela nació de un sueño que tuvo en el que vio a una mujer madura muy enfadada (Essun) que avanzaba hacia ella con una montaña detrás, como si fuese a lanzársela. Lo de la montaña terminó dando lugar a la orogenia, pero lo que más le interesaba era descubrir por qué esa mujer estaba tan furiosa, qué provocaba su ira, qué le estaba intentando decir. Esa ira se terminó reflejando a la perfección en el texto en el que es probable que Jemisin volcara todo lo que la enfurece a ella misma, con respecto a la situación que se está viviendo en el mundo real. Nos enseña todo ese horror desde los ojos de quien lo sufre y tiene que luchar cada segundo de su vida para soportarlo, intentando no volverse loco en el proceso. Si la novela te descompone las tripas es porque te pregunta constantemente, entre líneas, cuántas veces has pecado tú de omisión.
Esto alcanza un nivel aún más potente gracias a la técnica de Jemisin que mete al lector en la piel de Essun utilizando un narrador en segunda persona. Y Essun, orogén madura, mujer que acaba de perder a su hijo por culpa del odio irracional hacia los suyos, que ya no puede tragar más mierda, está tan llena de furia que algunos pasajes son sobrecogedores. Es como si el texto nos dijera: mira, así se ven las cosas desde este lado, así se siente ser objeto del odio de los demás, así se tensan las cuerdas de nuestra vida. Es una jugada magistral. Aunque también requiere un ejercicio de empatía por parte del lector que quizá no todos estén dispuestos a realizar.
Esto último fue, según nos explicó Jemisin, uno de los motivos que la llevó a emplear esta segunda persona en el punto de vista de Essun: el personaje difería demasiado de los protagonistas habituales en la fantasía, no solo por ser mujer, sino también por su edad, su aspecto y su forma de ser. Le preocupaba que los lectores (uso el masculino adrede aquí) no fuesen capaces de identificarse con ella, de modo que la segunda persona le sirvió como un pequeño empujón para meterlos en su piel. Lástima que, aun así, todavía queden personas a las que esto no les entra.
Las líneas de Damaya y Sienita están narradas en tercera persona, pero toda la novela está en presente, es bastante preciosista en los detalles, tiene un ritmo más bien pausado y juega con un par de trucos que insinúan que hay alguien externo contándonos la historia. En general, las estructuras que utiliza Jemisin son muy interesantes y, aunque varias cosas se ven venir, también nos da un buen margen para poder especular y hacer teorías.
Si tenéis estómago fuerte para digerir este tono opresivo del que os he hablado, la recomiendo muchísimo, porque es una bofetada de realidad que a todos nos viene bien de vez en cuando.

El uso de la segunda persona no tiene solamente el efecto de llamar a la empatía a los privilegiados (que también). Sino, y esto es muy importante, llamar a los que hayan (hayamos) sufrido maltrato a identificarse con personajes que no son simples víctimas, sino supervivientes de impresionante furia y fuerza: como volcanes.
Y eso es bueno. Invita a alejarse del estereotipo de construir una felicidad obligatoria a partir de las cenizas, tan frecuente en nuestra sociedad (y tan bienintencionado como inútil). Alguien maltratado no está de humor para reintegrarse en la sociedad de las apariencias felices. Pero sí es capaz de encontrar fuerzas de otras maneras, en la furia. Y de reconocer en ella ciertos límites, para no convertirse por ello en una persona resentida o peligrosa, sino simplemente fuerte pero de otra manera
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