Infancia, soledad y fantasía en dos cuentos de Ana María Matute

“La verdadera patria del ser humano es la infancia”, decía el poeta Rilke, y acaso existan pocas citas más adecuadas para sintetizar una de las dimensiones más importantes de la obra de Ana María Matute: precisamente el escarpado mundo de la niñez, tan lleno de abrojos como de flores, pero siempre nítido y valiente, lleno de ese sentido que comenzamos a perder poco a poco con la edad y que solo unos cuantos consiguen preservar. Hemos de creer que Matute fue una de aquellas afortunadas, si nos atenemos a sus publicaciones pobladas de niños y muchachos en pleno trance de descubrimiento y desarrollo.

Conocida ante todo por su excelsa obra realista, no me extraña que mi primer contacto con la autora haya sido en el contexto de una bibliografía optativa del curso Literatura Española 4, dedicada a la narrativa de posguerra. No fue sino hasta años después, con el motivo de la noticia de su muerte, que me enteré de que la autora no había sido solo Matute, la escritora europea canónica, sino la eterna niña Ana María, creadora de cuentos de hadas e historias de fantasía en mi lengua materna.

Recuerdo haberme enojado muchísimo entonces, porque sentía que la academia una vez más me había arrebatado la posibilidad de haberme mostrado a tiempo autores con los que de verdad habría podido conectar. Una vez más, en otras palabras, lo imaginativo había sido censurado, pero esta vez no a partir de la negación del corpus íntegro de un autor, sino a través de un recorte infame de la producción de una misma escritora. ¿Cómo entender a Ana María Matute sacándole la fantasía con tenazas de hierro? Su magnífico discurso de ingreso a la RAE, “En el bosque, es una alabanza a la imaginación y a la palabra creadora que, al fin y al cabo, no es más que la única forma de magia a la que los escritores tenemos acceso en nuestro mundo.

Por fortuna, aunque los autores se nos marchen, nos quedan las huellas de sus obras. Así fue como llegué a su compilación Todos mis cuentos (Lumen, 2000. Ilustraciones de David Molinero), cuyo explícito nombre no solo revela el cariz de obra reunida de los relatos feéricos de Ana María, sino también su profundo amor por las fabulaciones maravillosas y la gran intimidad con la que tejió todas estas historias.

Portada de Todos mis cuentos, editorial Lumen.

Este libro contiene nueve narraciones, entre cuentos y novelas cortas, protagonizadas por niños o jóvenes que emprenden extensos viajes, ya sea externos o internos (a veces también de ambos) en busca de su destino. Si hubiera que encontrar un eje articulador de temas y motivos más preciso, en todo caso, me inclinaría por indicar a la imaginación y la intimidad en sus diversas expresiones, que suelen adquirir casi siempre matices de mucho dolor y tristeza antes de poder encontrar su verdadero camino en el corazón de los pequeños protagonistas.

Uno de los aspectos que mejor se reciben hoy en la literatura infantil, qué duda cabe, es el humor. Creo que todos podemos concordar en el rechazo a las obras para niños de derroteros exclusivamente moralistas y educativos, ante todo porque estas suelen resultar, además de mediocres en términos estéticos, terriblemente aburridas. Desde nuestra parcela paternalista de adultos, pensamos que lo que más necesitan los niños en su literatura es el humor, la risa, la ironía. Los niños son ingenuos, graciosos, burlescos; decimos, con nuestros ejemplares de Roald Dahl junto al pecho, olvidando de paso que Dahl nos mostró igualmente la frustración de los pequeños cuando los grandes crecemos tanto que ya no podemos verlos a la cara. Pero, sobre todo, olvidamos que los niños también sufren, que tienen sus propios dilemas existenciales y de identidad, y que su incorporación a la sociedad de sus mundos siempre va de la mano con algún tipo de pérdida.

Pues bien, la Ana María adulta nunca olvidó todo esto, y esa es una de las claves más importantes de su literatura infantil. Más allá de reiterar que ella no subestima a los niños, podríamos decir que reconoce y valida esa sensación de tristeza y soledad casi inenarrables y que todos (¡sí, todos! Incluso tú) sentimos en algún punto de nuestra niñez. Pero, y he ahí parte de su genio, nuestra autora no se limitó a reflejar estas amargas experiencias, también supo colmarlas de una luz de esperanza que rescata a sus niños protagonistas y les permite seguir con su camino de vida con una entereza que, suponemos, habrá de acompañarlos hasta más allá de su adultez.

Esta luz, desde mis lecturas personales, es el poder sanador de la imaginación. Quisiera a continuación detenerme brevemente en el análisis de dos de las narraciones que más me han emocionado de la citada compilación: “El saltamontes verde” (1961) y “Solo un pie descalzo” (1983).

En ambas historias, los sendos protagonistas, Yungo y Gabriela, viven en entornos sumamente miserables, en los que son despreciados por las personas que debieran serles las más cercanas debido a que poseen características que los apartan de otros niños. A continuación, me centraré en “El saltamontes verde”.

Portada de El saltamontes verde, editorial Destino.

Yungo es mudo y esta condición le impide comunicarse adecuadamente con su familia y sus vecinos. Nada más empezar su relato, se nos dice que se cree que alguien o algo robó su voz. Desde entonces, el niño sueña con dar con aquel lugar en donde podrá recuperar la voz que alguna vez tuvo y que le fue arrebatada. Debido a la ausencia de pistas concretas, se inventa el Hermoso País, un mundo imaginario en el que deposita todas sus esperanzas y todos sus anhelos.

Existe entonces en Yungo una sensación de incompletitud que lo distancia de los otros seres humanos, pero que a la vez lo mueve hacia aquello que posee otro lenguaje para comunicarse, uno desprovisto de palabras: la naturaleza. Es así como el chico termina haciéndose amigo de un pequeño saltamontes al que rescata. Como estamos en un cuento de hadas, el bichito queda en deuda con Yungo y se propone guiarlo para que pueda reencontrarse con su voz.

Es imposible no pensar en esta criatura como un símil del famoso grillo de Pinoccio, pues además de compartir ambos su naturaleza de insecto, los dos actúan como guías de sus protegidos. En el caso de la historia de Matute, el saltamontes no es tanto la conciencia como un intérprete del mundo para Yungo. Sin embargo, se aprecia enseguida en él una intención disuasoria al mostrarle la maldad y banalidad que pueden adquirir las palabras humanas. Yungo es mudo, pero de buen corazón. ¿Por qué querría hacerse de una herramienta tan corrompible como el lenguaje? Paradójicamente, el propio saltamontes usa también el potencial fabulador de la palabra para entregar consuelo a otros, aunque sea a partir de mentiras. Por entonces, Yungo descubre también el lenguaje de la música para comunicarse, y aun cuando con él consigue entregar esperanza y diversión a otros, sigue sin ser suficiente.

Esta tozudez del chico nos llena de emoción y tristeza, pues pronto intuimos que el Hermoso País está muy muy lejos, quizá demasiado, y que el saltamontes esconde un secreto que solo podrá revelarse de la manera más sorprendente. En efecto, hacia el final del cuento (que no detallaré) se le presenta a Yungo una decisión muy difícil que decidirá su futuro.

Yungo tocando la guitarra en el campo. Ilustración interior de la edición de Destino.

¿Es este un desenlace feliz? Si pensamos en la estructura convencional del personaje que busca algo, que emprende un viaje para obtenerlo y que consigue finalmente el ansiado hallazgo tal y como este figuraba en su mente, no. Pero la fe en la imaginación tuerce esta rígida estructura. Lo que es imaginario no existe en un plano concreto. No es una realidad, diríamos, pero sí una forma particular de verdad; si me apuran, diría que la definitiva.

Es la creación del Hermoso País lo que motiva a Yungo a su viaje. El niño se niega a aceptar que haya sido mudo de nacimiento: su voz no es como las otras, que vienen de serie nada más comenzar a existir; su voz es algo que debe hallarse a través del esfuerzo y la experiencia. Ni siquiera el consuelo de las tonadas de guitarra consigue distraerlo de su propósito original, pues se trata aquella de una voz prestada, con la que se puede rozar la verdad pero que no es la verdad en sí misma: la voz del arte, una derivación estructurada de la imaginación desatada. Acaso aquella búsqueda en la que tantos estemos inmersos solo pueda concluir, precisamente, en esos mundos y esas historias que creamos. En otras palabras, en lo que es más puro de nosotros mismos. Solo por eso, “El saltamontes verde” ya es un cuento extraordinario, indispensable como narración formativa para todo niño que se sepa distinto y que anhele una respuesta a esta diferencia.

Yungo frente al mar con el saltamontes. Ilustración interior de la edición de Destino

En “Solo un pie descalzo” se reiteran muchos de los elementos glosados en la narración anterior. Gabriela es una niña que vive con una familia aparentemente de clase media alta, de modo que está ausente de las privaciones del pobre Yungo, pero su vida no es mucho más feliz. Como el título de la novela sugiere, Gabriela suele perder un zapato sin darse cuenta, lo que desencadena todo tipo de conflictos con sus parientes, que la creen distraída, ensimismada e incluso medio lerda. Esta pérdida, sin embargo, es ante todo una metáfora de lo incompleta que se siente también esta niña, la menor de su familia, siempre a la fría sombra de sus hermanos y los bruscos adultos.

Creo que no he leído otra narración infantil que, sin ahondar en terribles dramas, desarrolle con tanta delicadeza la sensible subjetividad de una niña profundamente herida ante el desdén de la gente que la rodea.

Portada de Sólo un pie descalzo, editorial Destino.

Gabriela, semi descalza, anda siempre trastabillando por la vida. Solemos pensar que esa sensación de no encajar en ninguna parte y de que somos unos raros porque nadie se parece a nosotros es algo propio de la adolescencia, pero en realidad no es así, y esta novela nos lo recuerda de la manera más brutal. Gabriela se sabe un ser torpe, insignificante, miserable, y todo lo que se nos narra desde su perspectiva nos aumenta esta sensación sin que jamás se nos pase por la cabeza que esté exagerando. No: estos son dolores reales de una niña que no posee una enfermedad terminal, que no vive en un contexto de guerra y en cuya familia no hay casos de violencia física. Dolores reales de una niña introvertida, extraordinariamente sensible e imaginativa, a quien nadie comprende.

En medio de semejante contexto, por supuesto que lo único que tiene Gabriela a su lado es a la fantasía. Al igual que en “El saltamontes verde”, es un mundo imaginativo la fuente de su consuelo: El País del Pie Descalzo, al que descubre (¿crea?) desde un viejo libro. El guía de turno en esta oportunidad es Homolumbú, un ser que la ayuda a recorrer diversas regiones de aquel país. En cada una de ellas, Gabriela conoce a otras criaturas que también han vivido sus vidas a medias y que se sienten fuera de lugar o desplazadas. Aquí, con una sensibilidad digna de Hans Christian Andersen, la autora nos adentra a la delicada intimidad de diversos objetos olvidados y marginados. Así vemos utensilios de cocina abandonados por viejos o rotos, que expresan con dolientes voces sus antiguas glorias y el dolor de su nueva ruindad en la que nadie repara; números decorados como pequeñas personas por la propia Gabriela, y rechazados por las profesoras debido a su naturaleza caricaturizada; o un espejo roto que contiene en la historia de su destrucción el pasado de la abuela de la protagonista, alguna vez una niña tan sensible y triste como ella.

En todos estos viajes, Gabriela aprende a escuchar a los demás y a ver reflejadas sus propias miserias en otros, los rezagados de la vida. Sin embargo, lejos de suponerle esto más motivos de autocompasión, la niña comienza a crecer poco a poco internamente. Su facultad para empatizar con los utensilios olvidados, por ejemplo, le ayuda a recuperar su valor ante los adultos y, de paso, también el propio. Esta mejora progresiva en la vida de Gabriela, en todo caso, no estriba tanto en un cambio milagroso de la gente a su alrededor o en una resignación ante sus modos como en una entrega sincera a los cambios de la vida. Gabriela es como una florecilla que, tras la cruda nevazón, al fin consigue elevar su cabecita a las primeras luces de la primavera. Desde ahí, aunque la sigan aguardando tristezas y pesares, solo queda seguir creciendo para expandir su belleza.

Gabriela y sus compañeras de clase. Ilustración interior de la edición de Destino.

Hacia el final de la historia se nos revelan algunos curiosos hechos que no hacen sino cubrir algunos episodios de ambigüedad. La más evidente, sin duda, es preguntarse por la veracidad de los viajes de Gabriela por el País del Pie Descalzo. Por supuesto, dilucidar si esto es cierto o no en términos concretos me parece estéril para el viaje presentado. La infancia es una etapa tremenda de la vida humana; no podemos esperar que sus códigos de crecimiento estén escritos en el mismo lenguaje que ahora reconocemos como adultos. Fantasía y realidad conforman un tejido indisoluble. Intentar separar en hebras distintivas no consigue sino destruir el mejor y más hermosos de los abrigos.

Por ello, prefiero concentrarme en otras cosas respecto de la naturaleza del País del Pie Descalzo y la forma en la que Gabriela accede a él. Por ejemplo, quisiera apuntar brevemente dos referencias. He encontrado ecos de La historia interminable, del alemán Michael Ende, pues al igual que en esa novela, la protagonista ingresa a un universo contenido en el interior de un libro enigmático. Otro eco proviene de los relatos de Comarca del jazmín, del chileno Óscar Castro, con la fiebre como catalizador de la aventura y con el descubrimiento repentino del fin de una era. Pese a las diferencias entre estas tres obras, todas comparten protagonistas muy sensibles cuya verdadera guía es la fantasía y cuya maduración es ante todo espiritual. Que historias tan distintas tengan tantas concordancias me hace pensar que quizá el fin de la infancia posea una universalidad que esté tan fundada en la pérdida como en la ganancia y que tenga por verdadero corazón el poder restaurador de la fantasía.

Gabriela leyendo junto a sus juguetes. Ilustración interior de la edición de Destino.

Quisiera terminar este artículo refiriendo un concepto con el que me di en mis primeras aproximaciones académicas a la obra de Ana María Matute: el paracosmos, término acuñado por Gloria García Rivera, que a grandes rasgos consiste en la facultad infantil para concebir mundos imaginados que satisfagan ansias lúdicas y creadoras. Si entendiéramos tanto al Hermoso País como a El País del Pie Descalzo como paracosmos, sin embargo, podríamos incluir un nuevo anhelo por satisfacer: el del consuelo. Y si entendiéramos al propio paracosmos como una suerte de preámbulo para la vocación mitopoética de los verdaderos escritores de fantasía, podremos proclamar con alegría que el acto de crear mundos imposibles es una huella de la infancia, y que el acto de leer estos los cuentos de Ana María Matute ahora, aunque ella no esté aquí, supone a salir de aventuras con la niña Ana María, nuestra nueva amiga eterna.

Paula Rivera Donoso
Paula Rivera Donoso (Investigación/Reseñas): Autora chilena con formación académica en Literatura. Interesada en la crítica e investigación independiente de la literatura de Fantasía, la literatura infantil y juvenil y los videojuegos como medios narrativos. Me considero una amante furiosa de la imaginación y las historias.


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