En cualquier caso, a pesar de los serios prejuicios en su contra por parte de la predominante sociedad patriarcal, la tradición de mujeres escritoras ha estado internacionalmente extendida y abarca casi todas las épocas y literaturas.
Estas palabras, que muy bien podrían haber formado parte de un artículo escrito para esta web o cualquier otra de las iniciativas recientes que buscan combatir la invisibilización de las autoras, fueron escritas por Juan Antonio Molina Foix hace más de veinte años, en el prólogo de La Eva Fantástica. La antología, hoy descatalogada, buscaba ofrecer una panorámica del relato fantástico escrito por mujeres en el siglo XIX y primera mitad del XX. Para ello, Foix, que también ejerció de antólogo, hizo una cuidada selección que alternaba figuras consagradas con autoras inéditas, o casi inéditas, en nuestro país. Además, incluía en ella tanto escritoras puramente fantásticas como cultivadoras ocasionales del género.
Las seleccionadas eran, por orden de aparición: Mary Shelley, Mrs. Crowe, Elisabeth Gaskell, Amelia Edwards, Georges Sand, Mrs. Riddell, Edith Nesbit, Vernon Lee, Mrs. Molesworth, Sarah O. Jewett, Emilia Pardo Bazán, Virginia Woolf, Everil Worrell, Leonora Carrington, Elisabeth Bowen, Shirley Jackson, Isak Dinesen, Rosa Chacel, Muriel Spark y Patricia Highsmith.
Muchas os serán conocidas, algunas no las asociaréis con el fantástico, y tal vez haya nombres que os resulten nuevos o hayáis descubierto en fechas más o menos recientes gracias a iniciativas como La Nave Invisible, que hoy me acoge, o a antologías centradas en autoras. En este punto, mientras escribo estas líneas, no dejan de resonar en mi cabeza los argumentos que se usan para justificar el olvido de muchas creadoras y criticar su recuperación. Supongo que os las estaréis imaginando: «Si no se la recuerda, no sería tan buena», «Parece que está de moda reivindicar a artistas a las que no conocían ni en su casa solo por ser mujeres», «Si eran buenas, triunfaban y se las recuerda», etc.

Y si a mi Godzilla de ganchillo le pongo el sombrero rojo de turno se convierte en Papá Noel.
Lo primero que ignoran este tipo de comentarios, seguramente de forma voluntaria, es que resulta fácil hundir a un artista en el olvido por parte de generaciones posteriores, sea por el deseo de cargar contra la corriente artística previa, sea por otro tipo de rencillas. Para buscar un ejemplo claro de esto no hace falta salirse del listado expuesto más arriba. Cuando Vernon Lee publicó en 1920 Satan the waster, se ganó el aplauso de muchos pacifistas, pero también el despecho de intelectuales más jóvenes que ayudarían a sumir su figura en el olvido, hasta que la autora empezó a ser redescubierta en los años 90.
Por otro lado, no podemos olvidar que el «canon» o «la historia» están creados por el mundo académico, que además de misógino en muchos casos y épocas, era y es poco dado a prestar atención a lo popular. Muchas autoras, sobre todo en la época victoriana, publicaban gran parte de su obra gracias a las revistas. Esto ayudaba a llegar a un abanico amplio de lectores (y sobre todo lectoras), pero también posibilitaba que las historias se perdiesen si no eran rescatadas en antologías. Además, los críticos ignoraban, o incluso desdeñaban, lo publicado en este tipo de formatos. Incluso cuando las autoras lograban el éxito entre los lectores y el respeto, al menos aparente, de otros compañeros de profesión, eran miradas por el sector académico con idéntica condescendencia a la que hoy se brinda a los autopublicados.
Porque hay una cosa cierta que puede comprobarse con una investigación somera, además de leyendo el prólogo y las biografías incluidas en la antología: todas estas mujeres triunfaron en su día. Algunas como estrellas, otras como artesanas de las letras, pero lograron su cuota de éxito. Así que no, no son artistas a las que «no conocían ni en su casa». En cuanto a su calidad, cualquiera de los relatos incluidos en La Eva Fantástica resulta, como mínimo, notable.
Incluso las autoras conocidas son muchas veces ninguneadas. Todavía hoy es fácil encontrarse con listados de obras «básicas» de la ciencia ficción o artículos del género que no mencionan Frankenstein o El último hombre ni a Mary Shelley, autora de ambos. Las mujeres fueron las mayores cultivadoras del cuento de fantasmas, sin embargo, cuando se dan nombres de autores imprescindibles, se mencionan como pilares básicos a Le Fanu o M. R. James. Sin desmerecer a ambos, ¿de verdad ninguna autora brindó nada interesante o reseñable al género? Porque, por ejemplo, los relatos de Mrs. Crowe y Mrs. Molesworth, presentes en la antología, poseen elementos muy originales. Si nos salimos de las autoras incluidas en La Eva Fantástica, Edith Wharton aportó visiones novedosas de la figura del espectro, sirva como ejemplo un relato excelente como “El triunfo de la noche”. ¿Será que pocas veces se estudian las aportaciones hechas por las autoras? ¿No sería interesante empezar a hacerlo, además de recuperar sus historias en antologías? Reconocer el trabajo de estas no implica olvidar ni desmerece la labor de otros, solo enriquecer los conocimientos sobre un género.
Supongo que no es preciso señal que alcanzar el éxito no fue sencillo para muchas de estas mujeres, sobre todo en el caso de las escritoras góticas, victorianas o que comenzaron su carrera en los primeros compases del siglo XX. Dejando a un lado cuestiones personales, muchas tuvieron que escudarse bajo seudónimos masculinos o asexuados, y aún hoy eso sigue ocurriendo.

Portada de La Eva Fantástica, Ediciones Siruela.
En la antología que nos ocupa se incluyen tres escritoras que siempre se ocultaron tras un seudónimo de varón: Georges Sand (Amantine Aurore Lucile Dupin), Vernon Lee (Violet Paget) e Isak Dinesen (la baronesa Karen Blixen). No obstante, no fueron las únicas en usarlo. Edith Nesbit firmó en ocasiones con el neutro E. Bland o incluso como Mr. Hubert Bland; Sarah Jewett fue al inicio de su carrera A. C. Eliot; y Everil Worrell firmó con el ambiguo Livere Monett. También se le atribuye el alias O. M. Cabral, pero hay discrepancias al respecto.
Pero ocultar su identidad bajo un nombre neutro o directamente masculino no fue el único ejemplo de invisibilización que sufrieron las creadoras en la época victoriana. Volved a leer la lista, ¿no hay tres nombres que resultan chocantes? Mrs. Crowe, Mrs. Molesworth y Mrs. Riddell. Destacan por carecer, precisamente, de nombre. Eran las «señoras de». Resulta aún más infame que las fajas promocionales donde nos presentan a una autora sean sandeces tipo «la muchacha que le regalaba caramelos a -insértese nombre de escritor varón-». Mantenían ese nombre de pluma incluso con divorcios de por medio, como fue el caso de Mrs. Molesworth. De ellas tres, Catherine Crowe y Charlotte Riddell aparecen hoy en día acreditadas en algunas antologías y publicaciones con su nombre completo.
Resaltar un último detalle: es posible que muchas escritoras victorianas no hubiesen tenido el mismo éxito de no existir revistas editadas por mujeres (Charlotte Riddell llegaría a ser copropietaria de una), con contenidos creados por mujeres, dirigidas a uno de los nichos de mercado más jugosos de la época: las esposas de clase media. ¿Les soltarían también eso de «¡Discriminadoras!»?. Algunas de estas revistas competían en ventas con las de supuesto carácter mixto. En ellas se publicaban historias de ficción, editaban anuarios y también especiales navideños que incluían siempre relatos de fantasmas.
Centrándome en la antología, esta es excelente, tanto en calidad como en la variedad de sus textos. En ella tienen cabida el surrealismo, lo metafísico, historias que bordean la ciencia ficción, la experimentación formal, relatos de fantasmas que se salen de los tópicos del género, e incluso pulp. Pero visibilicemos a los relatos y sus creadoras dedicando unas líneas a cada uno.
“El mortal inmortal”, Mary Shelley: Un relato en la tradición de la autora, acertada mezcla de melodrama gótico con toques alquímicos, antecesores de la ciencia ficción.
“El relato del oficial holandés”, Mrs. Crowe: Una historia original respecto a la identidad del fantasma y sus intenciones. Uno de sus puntos fuertes es el «verismo» que transmite, pues bien parece una anécdota real narrada a la autora.
“El cuento de la vieja criada”, Elisabeth Gaskell: Un relato excelente tanto en trama como en la calidad de su prosa y en la adecuación del tono a la identidad de la narradora. Como en otras historias de la autora, se intuye en ella una crítica a la mezquindad y a la intolerancia.
“El coche fantasma”, Amelia Edwards: Un relato quizá más clásico que los previos, pero no por ello de menor calidad. Su tramo final resulta perfecto, tanto en el manejo de la atmósfera como en el cierre.
“El órgano del titán”, Georges Sand: El elemento fantástico resulta difuso, pero poco importa. La historia, concebida con un tono que despierta la sonrisa, nos atrapa como lo hace la música hechizada surgiendo de un órgano.
“Sandy el Calderero”, Mrs. Riddell: Un relato que juega acertadamente con dos narraciones interrelacionadas. Tan importante es la historia narrada a los protagonistas como el modo en que ésta va calando en ellos.
“De Mármol. Tamaño Natural”, Edith Nesbit: Un relato muy original en sus elementos sobrenaturales y cruel en algún momento. Nesbit demuestra que, además de una gran autora de literatura juvenil-fantástica, era una excelente narradora de terror.
“La voz maléfica”, Vernon Lee: Una obra maestra. En él se conjugan muchos de los elementos característicos de la autora: el personaje obsesionado, la influencia del arte sobre las personas, la parodia de la aristocracia inculta… Ese espectro difuso, pues Lee permite al lector labrarse su propia opinión sobre la naturaleza de la voz.
“La gemela de la reina”, Sarah O. Jewett: Una historia entrañable sobre una anciana que se define como gemela de la reina Victoria por los paralelismos que han llevado sus vidas. Jewett destacó en las historias costumbristas ambientadas en la Nueva Inglaterra rural, muchas veces con toques de humor. Eso se percibe en el acertado tono de esta historia.
“Hijo del alma”, Emilia Pardo Bazán: Un relato excelente en el que se dan la mano la fantasía y unos toques que hoy definiríamos como seudociencia.
“Una casa embrujada”, Virginia Woolf: Un relato breve donde el narrador se dirige hacia la propia casa encantada. Tiene la longitud perfecta para que la experimentación fascine en lugar de cansar.
“El Canal”, Everil Worrell: Publicado en su origen en Weird Tales, como casi todas las obras de la autora, que sería portada de la revista en tres ocasiones. Fue adaptado para la televisión en la serie Galería Nocturna. Ofrece una actualización muy sugestiva del mito vampírico, sin abandonar la tradición.

Lesley Anne Warren en la adaptación televisiva de El Canal.
“La debutante”, Leonora Carrington: Una debutante con pocas ganas de acudir al baile que su madre organiza en su honor pide a una hiena que vaya en su lugar, fingiendo ser ella. Una historia surrealista muy disfrutable si uno entra en su juego.
“El amante demonio”, Elisabeth Bowen: Un relato de fantasmas que juega su mayor baza, y con éxito, en su giro final. Puede provocar un leve escalofrío.
“La Lotería”, Shirley Jackson: Un relato que en su día provocó el desconcierto de muchos lectores. No es mi relato favorito de Jackson, ese honor se lo reservo a Los veraneantes, pero sí una gran muestra del genio excéntrico de la autora.
“Los caballos fantasmales”, Isak Dinesen: Otro relato donde el elemento fantástico es más difuso. Juega con lo sensible, sin caer en lo sensiblero.
“Icada, Nevda, Diada”, Rosa Chacel: El relato más inclasificable del conjunto, donde se juega con lo metafísico y un toque de ciencia ficción. Quizá su lectura se haga más dura que la de otros, pero sigue dejando un buen sabor de boca.
“Portobello Road”, Muriel Spark: La historia de una fantasma contada por ella misma. Un relato con una protagonista carismática y una voz narrativa que se nos hace creíble, pese a que nos pueda extrañar el punto de partida, y no exento de ironía.
“En plena temporada de la trufa”, Patricia Highsmith: Un destilado gourmet de mala leche, fiel reflejo de la mirada misantrópica de su autora. Los humanos son mezquinos y estúpidos, es el cerdo quien se gana la simpatía del lector y atesora el carisma.
En resumen, si algo demostró en su día esta antología es que una selección de «solo autoras» no implica ni una calidad baja ni menos aún un tono monocorde. Las autoras hemos tenido, tenemos y seguiremos teniendo voces muy diversas. Rescatar del olvido a artistas olvidadas no implica encumbrar lo mediocre ni a quien no triunfó, solo implica escarbar en los archivos en busca de joyas olvidadas, de nombres menos obvios, pero no necesariamente menos talentosos que otros más conocidos. Agradezcamos que surjan antologías como la Damas Oscuras de Impedimenta, editoriales como la Biblioteca de Carfax, que ya ha editado antologías de Amelia Edwards o Edith Nesbit, o la antología de Detectives Victorianas que Siruela publicará en enero, por citar las primeras que se me vienen a la memoria. También, si nuestros conocimientos de inglés nos lo permiten, podemos explorar las fuentes de dominio público e incluso proponer nuevos nombres a rescatar.

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Reconozco que muchas de las autoras mencionadas no la conozco de nada, por eso es fantástico que las editoriales empiecen a publicar antologías, nos da una oportunidad de acercarnos a ellas.
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