Todavía hoy son frecuentes los prejuicios hacia las obras autoeditadas, su calidad y, por ende, sobre las capacidades literarias de quienes prefieren ir por libre a trabajar dentro del sistema editorial. No obstante, tres de mis lecturas más satisfactorias del año pasado fueron obras autoeditadas. Curiosamente, todas podían inscribirse dentro del género de la fantasía y eran quizá una apuesta arriesgada para las editoriales tradicionales. Dentro de este grupo se encontraba El Pacto, primera entrega de la trilogía La Estirpe de la Estrella, obra de L. G. Morgan.

Portada de El Pacto.
Cierto es que, de conocer su trayectoria, incluso los más furibundos detractores de la autopublicación no se atreverían cuestionar la valía de L. G. Morgan. Es una de esas autoras que me hace preguntarme ya no solo por qué es menos conocida de lo que debería, sino cómo es que no se ha convertido en un referente. Ha sido finalista en varias ocasiones del certamen Hislibris (e incluida en la antología resultante), ha formado parte de diversas antologías de terror, publicado novelas en blog, tanto sola como acompañada, y ganado premios de relato fosco como el Polidori o el Nosferatu. También tiene una de las voces narrativas más personales que conozco, camaleónica, sin renunciar a explorar unas inquietudes comunes en muchas de sus historias. Es algo que se aprecia en su antología Entremundos, que analicé en mi propio blog hace unos años. Su prosa se adapta en forma y cadencia a cada ambientación, sin que resulte forzado, sin que por ello dejemos de escuchar a su creadora. Una creadora que disfruta jugando con la Historia, la mitología, lo esotérico o narrando la lucha de los personajes femeninos por cambiar su destino.
En El Pacto nos encontramos con estos elementos, también con una historia narrada con buen pulso, en la que la autora se mueve con comodidad, como si hubiese cultivado siempre la fantasía, en vez de transitar por senderos más foscos. También es un ejemplo de que se puede partir de mimbres más o menos clásicos para tejer una novela con un sabor diferente, sin las ranciedades que, al menos a mí, ya me cansan.
Llegados a este punto, quizá sea mejor dar unas breves nociones sobre el argumento, antes de explorar sus virtudes y fallos. Aunque la trama se desarrolla en varios frentes, uno de los ejes de la misma, y el primer personaje con el que nos familiarizamos, es Ian, el heredero del clanato de Lorrell. El joven forma parte de una operación de castigo contra Aslund, el reino vecino. Durante el trayecto, firma en sueños un pacto con una mujer desconocida. Al llegar a Blakkia, la capital del reino enemigo, descubrirá que su misteriosa visitante es Sigrid, una de las espadas al servicio de la reina. Juntos habrán de huir para proteger la vida de un recién nacido marcado por una estrella, mientras que la ciudadela cae en manos de los lorrenios.
Este inicio nos sumerge directamente en el mello y resulta dinámico, sin tiempos muertos. En contrapartida, nos obliga a familiarizarnos con los personajes sin apenas presentaciones y puede dificultar que conectemos con ellos y algunas de sus acciones. No obstante, a medida que conocemos mejor su pasado y sus mentalidades, todo cobra lógica, la historia nos atrapa y ya no nos suelta.

Bosques: ¿Refugio o amenaza?
Cabe destacar en este punto que la novela tiene entidad por sí misma, pese a integrarse dentro de una trilogía. Percibimos que es parte de algo más grande, sentimos deseo de saber qué más sucederá, pues se intuye un futuro fascinante, cargado de magia; pero la historia cierra el arco argumental desgranado a lo largo de sus páginas. En ella, de momento, ese niño destinado a hacer grandes cosas en el futuro se ha limitado a ser un simple bebé que come, duerme, caga y llora, a quien sus inexpertos protectores cuidan como mejor pueden.
También me ha encantado cómo L. G. Morgan construye y aborda las dos culturas en conflicto y su enemistad. La autora huye de las dicotomías bien/mal, cultura salvaje/civilizada, para ofrecernos una historia donde ninguna de las dos naciones carece de vicios y virtudes; sin villanos, en el sentido más clásico del término, aunque ningún bando está exento de dar cobijo o haberlo dado a personajes cabrones o mezquinos.
Ambas culturas tienen una raíz patriarcal, y la ambientación está inspirada en la cultura y mitología nórdicas; sin embargo, esto no da pie a justificar, o incluso normalizar, todo tipo de tropelías hacia las mujeres en pro de la supuesta fidelidad a un medievo que nunca existió. De hecho, en Blakkia, la presencia de la reina Mirella se nos muestra como un catalizador que provocó cambios positivos en el reino, especialmente para las mujeres que formaron su guardia. Este hecho no es solo uno de los pilares donde se sustenta una parte del conflicto narrativo, sino también un espejo de la hipocresía de esa sociedad y de la nuestra. Se observa en el menosprecio que algunos muestran hacia la monarca por ser extranjera y traer otras costumbres, pese a las mejoras que tuvo la vida de muchos gracias a ella; en la ceguera voluntaria hacia cierta situación de maltrato que es mencionada en un momento de la trama; en las intrahistorias de las integrantes de la guardia. Todo sin que la novela pierda su carácter lúdico o se resienta su calidad, como parecen temer quienes se olvidan de que todas las ficciones transmiten ideas, sea de modo consciente o inconsciente, y ven como panfleto cualquier trama que tenga un leve cariz reivindicativo.
Dentro del retrato de ambas sociedades, me ha gustado el modo en que la convivencia entre la cultura conquistadora y la conquistada va normalizándose paso a paso, reflejando no solo el honor de unos y otros, sino un escenario creíble, que no necesita recurrir a los desmanes para despertar nuestro interés. Esta subtrama, además, sirve de telón de fondo para algunos de los sucesos más fascinantes de la historia, culpables directos de que devorase el libro en cuatro días.
Las dos naciones en conflicto no solo cuentan con un presente; también poseen un pasado, tanto reciente como remoto, que repercute en la realidad de las mismas y vamos descubriendo con leves pinceladas. También se nos mencionan otras culturas, pasadas y presentes, convirtiendo no solo el escenario en algo real, sino también en una pequeña parte de un mundo más amplio.

L. G. Morgan lista para el aquelarre.
La narración es fluida, muy ágil. En un género donde muchas veces hay una recreación en ocasiones excesiva en el telón de fondo, L. G. Morgan no tiene problemas por dejar que sucedan cosas fuera de campo. Las escenas de acción están narradas con buen pulso, equilibrando espectáculo y realismo, y me ha ganado la precisión con la que se describen los elementos arquitectónicos.
Los personajes resultan verosímiles incluso cuando tienen algún don que se sale de lo común. Ian y Sigrid no son tal vez los más carismáticos, pero sus personalidades resultan coherentes, interesantes y su relación está bien llevada. Los personajes menos agradables se mueven por motivaciones lógicas y algunos secundarios aprovechan muy bien sus apariciones. Personalmente, me han ganado Roxl el Rojo, que en otras manos podría haber quedado reducido al cliché de maestro y hombre de confianza inquebrantable en Ian, y Elianne Acero Azul, de la que espero ver más, porque su presencia me ha sabido a poco.
Por mencionar algún elemento menos satisfactorio. El protagonismo de Sigrid se diluye hacia el último tramo, pero no deja de ser algo coherente con el desarrollo de la trama. Por otro lado, si bien se agradece la agilidad narrativa, creo que habría merecido la pena asistir en directo a ciertos sucesos de los que nos enteramos en diferido, aunque fuese en leves pinceladas. No obstante, son detalles dentro de un conjunto satisfactorio. Una novela que es, a su vez, estupendo preludio de lo que está por venir y una historia atrayente y bien cerrada.

¿Nos ayudas con una donación?
Lo tengo pendiente de lectura en casa.
Y sí, pienso lo mismo, no sé cómo no es más conocida.
Besotes
Me gustaMe gusta