La primera vez que leí La nube debía tener unos quince o dieciséis años. En mi casa fuimos miembros del Círculo de lectores durante mucho tiempo, y este libro aparecería en alguna de sus revistas cuando se hizo su primera traducción al castellano. Sea como fuere, mi madre decidió que podía gustar a sus retoños lectores y llegó a casa. Y vaya si dejó una impresión. A mí, desde luego. Muchos años después he seguido recordando los sentimientos ecologistas y antinucleares que despertó, y no dudo que fue uno de los libros que me empujó desde la infancia hacia la adolescencia y al comienzo de la madurez mental.

Gudrun Pausewang.
La autora del libro es Gudrun Pausewang, de nacionalidad alemana solo por azares de la historia. Nacida el 3 de marzo de 1928 en Wichstadtl (Checoslovaquia) y fallecida este 23 de enero en Alemania, su familia formó un hogar autosostenible en la región de los Sudetes. Una época que la autora recuperó en su novela El prado de Rosinka (en las reseñas de la obra se dice que allí pusieron en práctica la filosofía de «vive y deja vivir», lo cual puede dar una clara idea del ambiente en el que se formó Gudrun). Esta existencia bucólica llegó a un abrupto final con la Segunda Guerra Mundial: su padre murió durante el conflicto cuando Gudrun tenía 15 años, y a consecuencia de ello la familia se mudaría a la República Federal Alemana al final de la guerra. Allí continuó sus estudios, orientándose hacia el campo de la pedagogía, para trabajar como profesora de primaria y secundaria; actividad que ha desarrollado no solo en Europa, sino que a partir de 1956 dio clases en colegios alemanes de Chile y Venezuela. En estos años visitó la región del Amazonas, la Tierra de Fuego, Perú, Bolivia, Colombia y México, creándose una opinión bastante mala de las grandes diferencias de clase que existen allí (en sus propias palabras, existía ya entonces una voluntad de fomentar el analfabetismo en la población más desfavorecida para poder tener una mano de obra manejable). Años después volvería a Colombia, donde enseñaría durante cinco años en el Colegio Alemán de Barranquilla, para retornar a principios de los 70 a Alemania e instalarse en Schlitz (Hesse), donde comenzaría a desarrollar su labor literaria; haciéndose merecedora del Premio de literatura juvenil de Alemania a raíz de la publicación de La nube, y una vez más en 2017 por toda su carrera.
En sus múltiples entrevistas se puede percibir su espíritu luchador y las ideas muy claras que sostiene respecto a lo que esperaría de la humanidad: un movimiento que termine con las guerras y empiece a preocuparse por corregir los problemas de la actualidad, en lugar de dejar que sean las generaciones futuras quienes se enfrenten a sus consecuencias. Unos ideales plasmados en más de ochenta novelas, la mayoría enfocadas al público juvenil e infantil, en las cuales ha procurado llamar la atención sobre temas como el Tercer Mundo, la protección del medio ambiente, y la justicia social. Y a sus 91 años seguía sintiéndose identificada con las causas de la generación del 68, con las demandas políticas de esos años de revueltas callejeras protagonizadas por estudiantes que se oponían a la guerra, al imperialismo y la explotación.
Existen en mis libros cuatro temas que tienen una prioridad notable sobre el resto, que tienen que ver con mi propia vida y son: nunca más una guerra, el sufrimiento en Sudamérica, la protección al medio ambiente, al que pertenece la novela La nube, y lo que me ha ocupado durante los últimos quince años, que es la lucha contra el nazismo.
Para entender qué significó La nube en el chaval adolescente que yo era en 1987-1988, hay que tener en cuenta el clima en el que se vivió aquella década (y del cual fui más y más consciente a medida que cumplía años): la Guerra Fría aún estaba en vigor y en los periódicos teníamos de manera continua un bombardeo sobre el peligro de que se desencadenase la guerra de todas las guerras, esta vez con armas atómicas. De hecho, la historia ha desvelado que 1983 fue el momento en que más cerca hemos estado de vivir esa destrucción total asegurada, con dos incidentes que solo la Fortuna hizo que no llegasen a más (un error en el sistema de detección soviética, al interpretar que se habían lanzado una serie de misiles contra su territorio, que solo fue corregido gracias a la labor del técnico encargado de la computadora en aquel momento; y unas maniobras militares de la OTAN en territorio europeo que pusieron en alerta máxima a su contrapartida al otro lado del Telón de Acero). Aunque ese fue también el año en que se estrenaba El día después, telefilm nacido a la estela de ese terror bullente al conflicto nuclear, en el que se simularon las consecuencias «a pequeña escala» de un bombardeo atómico sobre el territorio de Estados Unidos, y que yo recuerdo anunciado en los cines de verano durante las vacaciones, acompañado de una nota de que no era apta para niños. (Ronald Reagan, a quien se le hizo un pase privado de la producción, dijo que el visionado de esta fue una de las razones para impulsar la firma del Tratado de Desarme de Misiles de Medio Alcance en 1987).
Y entonces llegó 1986. Y el accidente de Chernobyl (que inspiraría en gran medida a Gudrun para escribir su novela). Hay toda una generación que ha descubierto en 2019 el horror al que se enfrentaron en la antigua Unión Soviética, y el pánico que se propagó por Europa al conocer el desastre. Pero resulta complicado hacer partícipe a alguien ahora de la sospecha que se vivía en los hogares cuando las noticias, aquí en España, procuraban calmar a la población diciendo que la nube radioactiva no iba a traspasar los Pirineos y que sus efectos no se dejarían notar en nuestro país; efectos entre los que, con mucha posibilidad, el que más horrores hacía surgir en la imaginación era esa lluvia ácida de la que se hablaba continuamente. Una palabra que, a mí, me provocaba imágenes de tormentas provocando que la tierra, y la piel de las personas, ardiera. Un horror al que se añadía el peligro intangible de la contaminación radioactiva, cuyos efectos solo podían ser percibidos a posteriori. En una década de miedo a lo invisible (satélites espía, silos de misiles, submarinos nucleares…), la nube de Chernobyl era la materialización del espíritu atómico liberado de la prisión de su lámpara.

Foto de la edición de Círculo de Lectores.
Por supuesto, ahora sabemos que las consecuencias del accidente de Chernobyl pudieron aún ser peores (si es que el hecho de que seguirá siendo una amenaza nuclear durante siglos no es suficientemente malo). Pero también somos conscientes de la cantidad de daños que causó y de lo devastador que pudo llegar a ser. Y es en ese plano en el que se mueve Pausewang, a quien es fácil imaginársela colaborando con los activistas alemanes que ocuparon los terrenos destinados para un proyecto nuclear en Wackersdorf en 1985, o en las protestas contra el cementerio nuclear de Gorleben desde 1977. De hecho, al imaginar el desastre de su novela recurrió a la central nuclear que existe en Grafenrheinfeld, muy próxima a la ciudad donde vive. Y la vigencia de ese mensaje de precaución queda patente en el hecho de que, tras el desastre de Fukushima, el libro volvió a la actualidad: se redactaron múltiples artículos en los que se traía de vuelta, e incluso se recomendó su lectura a adolescentes para hacer comprensible el desastre.
En sus apenas 200 páginas, la historia se enfoca en trasladarnos la sensación de ignorancia y descontrol que podría vivir cualquier persona en el caso de que un accidente de esas características tuviera lugar. Antes de acabar el primer párrafo ya estamos escuchando la alarma de evacuación en el colegio de Janna Berta, la protagonista adolescente de catorce años. Y durante las siguientes páginas, se mueve siempre rodeada por los rumores y el terror de lo que escucha a los mayores que andan especulando con lo que ha ocurrido. Una situación que resulta ser aún más complicada para ella, pues debe hacer frente a una tarea que, de pronto, se le va a volver inmensa: cuidar de su hermanito Uli en ausencia de sus padres, que están de viaje muy cerca de donde se ha producido el desastre. Los dos niños comienzan por refugiarse en casa y, un poco a la manera en que ocurría en Cuando el viento sopla, se plantean cuáles son sus prioridades y cómo van a afrontar la catástrofe, con casi la misma ingenuidad que la pareja de ancianos de esa película. Sin embargo, no tardarán en recibir órdenes por parte de los adultos para que abandonen el pueblo donde viven y escapen lejos de la influencia del accidente.
A partir de ese momento, y durante el primer tercio de la novela, se nos narra el caos en que deriva la orden de evacuación cuando la población, aterrorizada, intenta huir de la zona catastrófica. Llevándose por delante el estereotipo del ciudadano alemán como una persona que acata las órdenes y sigue a rajatabla los mandatos de la autoridad. El miedo provoca una feroz lucha por la supervivencia en las calles, las carreteras, o las estaciones de trenes… Lucha de la cual vamos a ser testigos a través de los ojos de Janna mientras intenta alcanzar terreno seguro con su hermano, valiéndose tan solo de sus bicicletas. Los atascos, las disputas entre los conductores, la incapacidad de la policía para controlar a personas que tienen más miedo al peligro radioactivo que a la autoridad o sus armas… todo ello se va desplegando en el viaje de los dos hermanos de manera tan pormenorizada que, hoy en día, se puede seguir su ruta con precisión usando Google Maps.
Sin embargo, ya he dicho que esta es una historia de paso a la madurez. Y en estas circunstancias la verosimilitud no deja demasiado hueco para los finales felices. Si de adolescente sufría con los avatares de los hermanos, de adulto me resultaba aún más preocupante imaginarme a unos niños circulando en sus frágiles monturas en medio de esa locura. Y, por supuesto, los peores augurios acaban por cumplirse. En un ambiente donde los remordimientos son una carga inútil, nadie mira para atrás por más terrible que sea lo que ha hecho y Uli va a formar parte de las víctimas del caos.

Niños provenientes de zonas afectadas por la radiación del desastre de Chernobyl, yendo a recibir tratamientos médicos en países extranjeros. Fuente.
Así es como Janna acabará siendo una superviviente del accidente, aunque pronto descubriremos que no ha logrado salir indemne del todo. Nadie quiere darle cobijo por temor a que esté contaminada por la radiación y, cuando la inanición la derrote, acabará en un centro de atención para los desplazados por el accidente. Allí es donde nos enfrentaremos a la que puede ser la parte más terrible de la novela: pasar los días en cuarentena, devorada por el ansia de saber si está sana o no, y a la vez tener que despedirse de los niños y adolescentes que van cayendo enfermos por la radiación a su alrededor. Sus fugaces amistades condenadas de un día para otro. Y aunque al final los efectos de la contaminación radioactiva acabarán haciendo acto de presencia en el cuerpo de la protagonista, tendrá la suerte de salir viva.
Tras ese caos inicial, Janna recibirá una buena noticia al descubrir que la hermana de su padre la ha estado buscando y desea llevarla a su casa en Hamburgo. Pero aún deberá afrontar el enorme dolor que le ha provocado el desastre, tanto en el plano físico como psicológico, y encarar el enorme cambio que se ha producido en su país; Pausewang usa sus dotes para la especulación y estima con gran acierto una catástrofe económica derivada del accidente, en la que vierte con bastante seguridad sus recuerdos de la época en que la Alemania Occidental sobrevivió gracias al Plan Marshall. Solo que, en ese ambiente, las víctimas se convierten en recuerdos andantes de la tragedia y, en cierto modo, cargan para el resto de la población con parte de la culpa de la nube radioactiva, provocado un rechazo generalizado hacia cualquiera que pueda ser un superviviente y que los rehúyan como apestados. Aquí es donde la voluntad de la protagonista va a evolucionar y dejará de ser una simple niña, para convertirse en una adolescente segura de quién es y qué quiere hacer con su vida.
Enfrentándose con más y más fuerza a todos los que quieren hacer por ignorar lo ocurrido.

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