Entrevista a Mónica Ojeda

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Portada de Las voladoras.

Después de asombrar a crítica y público con sus novelas Nefando y Mandíbula, la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda se estrena en el género del cuento con el libro Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020), una colección de sus miedos y obsesiones que se enraízan en el salvaje paisaje andino.

«Esta escritura es un conjuro entretejido en lo más profundo de la tierra», escribe un chamán sobre las piedras en un desesperado intento de devolver la vida a la niña de sus ojos. Esa tierra de la que habla es inhóspita y desconocida, enredada en las nubes, coronada por volcanes peligrosamente dormidos, fría y extrañamente habitada, y de sus picos alzan el vuelo pájaros sublimes. Pero también brujas que se untan las axilas con miel.

Como bien dice Mónica Ojeda (Ecuador, 1988): todo paisaje tiene sus terrores específicos. En su primer libro de cuentos, Las voladoras, la escritora se adentra en un imaginario totalmente desconocido para el lector español: el gótico andino. Una clase singular de gótico que se nutre de este poderoso paisaje, pero también de sus monstruos, sus creencias míticas, sus tabús sociales, y en cada narración alumbra un recoveco de mundo con ese lenguaje desatado, poderoso y oscuro al que ya nos tiene acostumbrados.

Brujas aladas, profesoras que se encuentran una cabeza decapitada en el jardín, fascinación por la sangre y los dientes, una mujer que se arroja desde una cordillera, un engaño a la muerte… forman parte de la cosmovisión de Mónica Ojeda.

Páramos, volcanes, un cóndor alzando el vuelo… Tus cuentos recuperan una tradición muy desconocida dentro de la literatura en español: el gótico andino. ¿En qué consiste este subgénero?

El gótico andino es muy desconocido incluso para la gente de Ecuador. En el campo académico sí que se ha hablado bastante de él, pero a través de la oralidad. Cuando yo investigué antes de escribir el libro, busqué textos literarios escritos y prácticamente no encontré nada. Todo gótico, ya sea el gótico sureño norteamericano o el anglosajón, se basa en un cambio estructural de la sociedad en la que surge: en el londinense, la industrialización y sus horrores específicos; en el sureño, el tema de la esclavitud y la colonización de los campos del sur… Una idiosincrasia en torno al horror y el miedo muy específica. Yo quise buscar qué pasaba en los Andes. Lo primero y más fundamental es la importancia del paisaje, el horror y la violencia ligada al escenario. Volcanes, páramos, valles… Todos embadurnados por un misticismo y una mitología ancestral, que tiene que ver con lo indígena pero también con lo mestizo, y donde hay toda una serie de seres monstruosos muy específicos. Decidí que iba a trabajar con las particularidades de este imaginario.

Entonces, a la hora de abordar el libro de cuentos como un conjunto, ¿este fue el lazo que unía todas las narraciones?

Sí, claro. Quería que cada cuento tuviese sus propios objetivos y características, pero que funcionasen a su vez como un todo. Esta conexión es el gótico andino, y cada cuento trabaja de forma subrepticia, no demasiado obvia, algunos de sus elementos. Por ejemplo, las brujas, pero un tipo muy específico de bruja, las humas de los Andes; en otro, la conexión chamánica con la naturaleza; también el terror al incesto, que siempre ha estado muy implícito en toda mi literatura y que resulta ser otro rasgo distintivo del gótico andino, aunque esto no lo supe hasta que empecé a investigar. Muchos monstruos andinos son fruto de este castigo al incesto. Es un tabú universal, pero en los Andes hay un contexto muy particular con el tema de la colonización española y el mestizaje.

Monica Ojeda

Mónica Ojeda.

Al igual que sucedía en Mandíbula con las leyendas urbanas y los creepy-pastas, en Las voladoras recuperas otro tipo de narración que se queda en los márgenes del canon: esta vez, la oralidad transmitida de generación en generación.

Algo que a mí me apasiona de la oralidad, la mitología y las leyendas es que, debajo de todas esas historias fantasiosas e imaginarias, hay un fondo de preocupación por las emociones humanas más fundamentales: el miedo a la existencia, a la muerte, la vida, el amor, cómo construir una sociedad… Las mitologías surgen para dar orden al caos. Todas las culturas tienen sus mitologías con sus particularidades, pero si vas al fondo de ellas, todas responden a lo mismo. Es la desnudez propia del ser humano, da igual en qué esquina del mundo estés: seguimos teniendo miedo a las mismas cosas.

Otro tema siempre presente en tu literatura es la dualidad entre horror y belleza. Algo nos da miedo, pero a la vez nos fascina. ¿Cómo es posible ver lo bello en lo terrible?

A priori uno concibe la belleza y el horror como cosas totalmente distintas y, sin embargo, tenemos toda una tradición cultural, sobre todo romántica, que las emparenta. El concepto de lo sublime, por ejemplo. Rilke decía que la belleza no viene dada sino a través del horror. También hay muchas religiones que tratan este tema: la imposibilidad de ver la perfección porque es una belleza tan extrema que genera casi ceguera. Así le ocurre a Moisés en el cristianismo. Esta tradición a mí me interpela muy de cerca, porque encuentro que, en estos lugares de hostilidad y violencia en los que vivimos los seres humanos, solo nos queda encontrar algo de belleza y fascinación. Si no, ¿cómo lo sobrevives? Esta vinculación está siempre en mi escritura: ¿por qué siento atracción por lo mismo que me espanta? No hay respuesta sencilla.

Recientemente, la escritora Mariana Enríquez apuntaba que ella no concebía el terror escrito desde Latinoamérica sin el componente político-social ¿Tú también entiendes así el género?

Estoy de acuerdo con ella. Si pienso en mi escritura, siempre trato sobre la violencia que ejercen unos cuerpos sobre otros, cómo una persona que te ama te puede destruir. Es ineludible de la experiencia contextual: Latinoamérica es un continente muy violento. En todos los cuentos de Las voladoras hay mujeres que sufren episodios muy violentos, y esto muy posiblemente me sale por mi propia experiencia de ser mujer en un país latinoamericano. No quiero negar esta experiencia, es real. Yo he venido a España para vivir en un contexto menos violento. ¿Cómo no va a permear el contexto en tu escritura?

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Portada de Mandíbula.

En el cuento «Cabeza voladora» se ve muy claro este terror al feminicidio.

Ha ayudado muchísimo que en México inventaran este término: «femicidio» (en otros países, «feminicidio»). Ponerle nombre a un tipo concreto de asesinato, el de las mujeres por culpa de una base estructural patriarcal, implicó todo un cambio generacional. Yo pertenezco a esta generación que ya ha traído consigo esa palabra, está en mi lenguaje. Las escritoras latinoamericanas siempre han tratado este tema, aunque no se hubiese acuñado este término, pero ahora hay aún más escritoras hablando de ello precisamente porque se le ha puesto nombre. Cuando sabemos cómo nombrar algo se convierte en una realidad más próxima.

Personajes como el chamán y la bruja son rastros de una ciencia antigua que ¿acaso puede tener cabida en el mundo actual, basado en la tecnología y la ciencia exactas? ¿Pertenecen al folclore o siguen presentes en nuestra sociedad?

Normalmente se cree que en las ciudades hay un desapego con este tipo de creencias y que en las zonas rurales son más importantes, y, sin embargo, vivimos en ciudades donde, por ejemplo, la homeopatía está en boga. También la religión vista desde otras perspectivas:  gente que cree en las energías, la astrología… está a la orden del día. El misticismo sigue siendo una necesidad humana. Las personas vuelcan deseos y necesidades en torno a discursos que le den un sentido a lo que en sus vidas no tiene sentido. Esa necesidad de darle orden al caos de la que hablábamos antes.

Escribiendo estos cuentos, ¿has seguido canalizando tus miedos y obsesiones o has descubierto algunos nuevos?

No termino nunca de ahondar en las cosas que me dan miedo. Soy un manojo de miedos y nervios (se ríe). Pero sí que me parece que he ahondado en algo que no había ahondado antes y es en la vinculación del miedo con el paisaje. Me ha generado mucha satisfacción, descubrimiento y asombro.

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Portada de Nefando.

La prosa de estos cuentos es muy poética. Algunos, como «Terremoto», casi podrían verse como un cuento-poema. ¿Fue algo intencionado, una evolución natural en tu escritura? ¿Deberíamos dejar de hablar de géneros y desdibujar los límites?

Me siento muy emparentada con todos esos escritores que dinamitan las líneas de los géneros, como Pascal Quignard y sus ensayos poéticos, o Anne Carson. Dentro de mis novelas, cuentos o poemarios trato de borronear los límites genéricos. Encuentro artificial la división de géneros. Creo que cuando uno está escribiendo de forma natural se genera este emborronamiento. Por ejemplo, escribiendo un cuento de repente el ejercicio de la palabra se vincula con la poesía o con el ensayo. Es natural, encuentro más artificial negar estas vinculaciones.

En cuentos como «Caninos» o «Slasher» volvemos a toparnos con uno de tus temas recurrentes: la violencia dentro de la familia.

Tiene que ver con una cuestión experiencial. No directamente mía porque, aunque yo también he vivido violencias familiares (como todo el mundo), no han sido tan drásticas como las de estos cuentos. Pero sí las he vivido en entornos cercanos, amigos que han vivido violencias similares a las que narro. Esto ha permeado en mi sensibilidad y lo he llevado a mi narrativa porque ha terminado siendo un miedo mío muy particular. Me interesa desmontar el discurso edulcorado de la familia como sede únicamente de la bondad y el amor. En ella entendemos desde muy temprano qué es el amor, pero también el rechazo, la violencia, el trauma. Aprendemos que alguien que nos ama puede decirnos algo que nos duele. No quiero negar que la familia sea un lugar de protección, pero también es un lugar de conflictos.

¿Y particularmente en la figura de la madre? Esa mandíbula de cocodrilo que protege a sus crías, pero que podría aplastarlas en un abrir y cerrar de ojos…

Esta pregunta me la han hecho muchas veces, y yo curiosamente tengo una muy buena relación con mi madre. Aunque nos hemos hecho daño mutuamente, ahora es una relación muy cercana. Y sin embargo con mi padre, aunque también lo amo, es con quien más conflictos he tenido, pero es sobre quien más me cuesta escribir. Nos cuesta más escribir de aquello que más nos duele. Pareciera que cuando escribo de las relaciones maternofiliales me refiera a que son las más conflictivas, las más agresivas, y para nada, simplemente he podido trabajarlas desde un terreno en el que me siento más segura. Todavía me queda todo por escribir acerca de las relaciones paternofiliales. Lo estoy ejercitando, y me cuesta porque es más cercano. De hecho, ahora estoy escribiendo una novela que trata sobre las relaciones entre un padre y sus hijas. Me interesa el fondo mítico de la familia: una madre y un padre crean gente, son como unos dioses, cuando eres pequeño te crees todo lo que dicen y más tarde empiezas a cuestionarlos por primera vez.

Colaborador
Raquel Moraleja (Colaboradora): (Madrid, 1992) es graduada en Periodismo y máster en Estudios Literarios por la UCM. Ha trabajado como librera, responsable de prensa en editoriales independientes y, actualmente, es ayudante de bibliotecas (AGE). Ha publicado la novela corta Sin retorno (Verbum, 2016), galardonada con el I Premio Internacional Novelas Ejemplares.

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