Aunque conozco la historia de Lucy Muir y el capitán Daniel Gregg desde hace muchos años, no descubrí hasta este que nacieron originalmente en las páginas de una novela; ni que tras el pseudónimo de R. A. Dick se escondía (para variar) una señora irlandesa llamada Josephine Aimee Campbell Leslie. Señora que, en mi opinión, debía tener mucho sentido del humor, porque todavía ando preguntándome si el nombre con el que decidió publicar sus obras era en realidad un irónico juego de palabras con el que lanzar un dardito al sexista mundo editorial de la época.
El fantasma y la señora Muir se publicó en 1945 y, al igual que Sangre y embate (la obra dentro de la obra), vendió enseguida los derechos para una adaptación cinematográfica protagonizada por Gene Tierney y Rex Harrison. Dicha versión es la que yo conocía, y siempre le he tenido un cariño especial. En parte, porque es una de las películas favoritas de mi madre y la hemos visto juntas muchas veces. Y, en parte, porque vamos a ver, ¿una historia de amor entre una viuda y un fantasma? Denme mil. De hecho, me entusiasmó tanto que me regalaran la novela (por fin en español, y encima con la maravillosa edición de Impedimenta) que estaba deseando hincarle el diente y traérosla a La Nave.

Portada de la edición española de El fantasma y la señora Muir.
Este entrañable slice of life con toques de fantasía nos lleva a la Inglaterra de principios del siglo XX para seguir los pasos de Lucy Muir, una mujer que acaba de enviudar y que, con treinta y cuatro años y dos hijos pequeños, se ve sobrepasada por las deudas de su difunto esposo y obligada a empezar de cero una nueva vida. Esto último no es algo que Lucy lamente especialmente, ya que odiaba la que había llevado hasta entonces, zarandeada por unos y por otros, plegándose siempre a lo que su suegra, sus cuñadas o su marido decidieran para ella. Siendo una mujer menuda y apocada, con una profunda aversión a los enfrentamientos y las discusiones, al casarse se vio anulada por completo por su familia política, tan dominante y dada a organizarle la existencia a cualquiera según su propio criterio. De modo que enviudar fue para ella casi una liberación. Y, antes de que sus cuñadas tengan tiempo de volver a tomar las riendas, Lucy toma la drástica decisión de abandonar Witchester y buscar un nuevo hogar más asequible cerca del mar, en el pueblo costero de Whitecliff.
Allí se planta un día por impulso y busca asesoramiento en una inmobiliaria, donde le hablan de una casa que encaja a la perfección en sus necesidades por un precio ridículo. Lucy sospecha enseguida que en aquello debe haber gato encerrado y que la propiedad de seguro tiene algún defecto horrible oculto. Lo que no se esperaba era que dicho defecto fuese el fantasma del anterior propietario, un viejo marinero con muy malas pulgas que se dedica a espantar a todo el que intenta instalarse allí. El agente inmobiliario intenta por todos los medios convencerla de buscar otro lugar, pero Lucy se ha enamorado a primera vista de la aislada y tranquila casita en lo alto del acantilado y está empeñada en quedarse en ella, haya o no fantasmas de por medio. Al final consigue que le permitan un «día de prueba»; y esa primera noche, cuando el fantasma se manifiesta con la intención de echarla de su casa, la pequeña y tímida señora Muir le planta cara, negándose a renunciar a su recién estrenada libertad. Tras un estrambótico tira y afloja de voluntades entre ambos, logran llegar a un acuerdo. Y Lucy se queda la casa, se lleva a ella a sus hijos y se instalan todos en ella para recomenzar.
Las fechas en las que está escrita la novela no son casuales: justo después de la II Guerra Mundial, cuando las viudas obligadas a sacarse las castañas del fuego debían proliferar. Aunque la guerra no se menciona en la novela, toda la historia gira en torno a la idea de quedarse sola al frente de la familia, reconducir las cosas, volver a empezar, aprender a valerse por sí misma, ir superando conflictos y ganando experiencia y autonomía. El gran deseo de Lucy es simplemente que le permitan hacer las cosas a su manera y que respeten su voluntad, incluso si se equivoca y comete errores, porque al menos serán sus errores. Y, en cierto modo, el papel que cumple el capitán Gregg en este contexto viene a representar la fuerza interior que ayuda a Lucy a recorrer el camino de la vida.
La novela está dividida en cuatro partes, y cada parte equivale más o menos a una etapa vital: primero el periodo de transición tras enviudar, después el inicio de la vida en Whitecliff y del proceso de maduración de Lucy, luego la llegada a la juventud de los niños, sus vocaciones y los problemas derivados, y por último la entrada en la vejez y el tramo final del camino. En cada fase se hace hincapié en uno o dos hitos y la forma en que Lucy los gestiona, pero en general la narración se centra en el simple devenir de la vida, la relación de Lucy con sus hijos y el lazo que se va forjando a lo largo del tiempo entre ella y el capitán Gregg. La trama es «vivir», y es la señora Muir quien sostiene el peso de la misma, con sus miedos, inquietudes, deseos, obstinación y fuerza de voluntad.
Puede que parezca poca cosa para quienes no estén acostumbrados a este tipo de historias, pero, personalmente, me ha tocado la fibra por lo fácil que se me ha hecho empatizar con Lucy. Me ha encantado como protagonista, porque es una mujer introvertida, que prefiere la tranquilidad al bullicio, que valora la intimidad de su hogar más que la agitada vida social que le imponían sus cuñadas. Lo que estas consideraban rasgos excéntricos propios de una personalidad huraña, para Lucy era simple apego a la calma y a ser dueña de su propio tiempo para invertirlo en lo que le diera la gana. Es un tipo de forma de ser que incluso hoy en día sigue siendo muy incomprendido, y la manera en que Lucy se hace valer sobre el elenco de marimandones que la rodean casi la sentí como una victoria personal.
Era imposible de explicar, ni siquiera a Anna, que sentirse solo no tenía nada que ver con la soledad, sino con el espíritu, y que por esa misma razón esa sensación se veía agravada a menudo estando en compañía.
Es interesante, porque incluso saliéndose con la suya o logrando no dar su brazo a torcer, la percepción que los demás tienen de ella sigue siendo como de mujer frágil y pusilánime incapaz de hacer algo grande, y es ahí donde entra en juego el papel que ejerce Daniel Gregg. El capitán puede ser malhablado, gruñón y tener un mal genio del carajo, pero le permitió a Lucy quedarse en Gull Cottage porque le gustó su carácter, él supo ver su fortaleza de espíritu. Y, aunque a simple vista parece que incluso él se pasa la vida dándole órdenes por tener un carácter mucho más tempestuoso, en realidad la respeta mucho y casi siempre deja que sea Lucy quien salga sola de las situaciones valiéndose de sus propios recursos, limitándose a animarla a avanzar.
Él no solo se encariña con ella, también está pendiente de los niños y, en cierta forma, se convierte en miembro de la familia, velando por todos ellos. La complicidad que se establece entre ellos dos, esa dinámica pseudo-matrimonial de conversar por las noches compartiendo preocupaciones, desahogándose y buscando soluciones juntos, es el núcleo de su relación. El capitán Gregg sí sabía que Lucy era capaz de hacer cosas grandes, la reta siempre a no amilanarse; y ella las hace aunque sea anónimamente, en la intimidad, con cada una de las batallas que ganó para sacar adelante a la familia, aunque estas no le reportaran reconocimiento alguno.
En realidad, el ideal de amante perfecto que se menciona en un momento dado termina siendo la única persona que creyó en ella y la acompañó en las buenas y en las malas, apoyándola. Es un «romance» que, para mí, desde una perspectiva ace, resultó muy especial, con sus momentos tiernos, divertidos o de vieja pareja cascarrabias, chinchándose el uno al otro. Como el capitán está muerto y no tiene ni cuerpo ni intereses materiales, la atracción física está fuera de la ecuación y solo queda la compenetración que desarrollan en su pequeña burbuja de soledad, lo bien que se complementan por tener un espíritu similar incluso cuando su carácter es tan diferente.
Este asunto de «trascender las apariencias» es de hecho un tema recurrente en la novela, que se va manifestando cada dos por tres en distintos aspectos. Lucy huye a Whitecliff para escapar de esa vida centrada en aparentar, en cultivar una imagen artificial que lucir de cara a la galería. Quiere librarse de la imagen que todos tienen de ella, pero también de la gente que precisamente es incapaz de ver más allá de las apariencias y está «espiritualmente sorda». Eva o el propio Cyril exhiben un virtuosismo de cartón que esconde un profundo egocentrismo y los vuelve pedantes y condescendientes ante cualquier cosa que se salga de sus cuadriculados esquemas, y la autora no se corta un pelo en criticar esta actitud, el clasismo y la mojigatería. En contraposición, los personajes más nobles acaban siendo los de origen más humilde: el brusco capitán Gregg, la cocinera Martha o Anna, la hija de espíritu libre que iba de culo en el colegio y soñaba con ser bailarina.
Esto entronca con una velada crítica al sexismo interiorizado en la sociedad de la época, porque Lucy tiene que lidiar también con su condición de «mujer que no sabe/puede hacer nada», y con las etiquetas de «viuda de» o «madre de» que le cuelgan unos u otros y que le roban su individualidad. Miles la utiliza como un juguete para satisfacer sus caprichos; su propio hijo no la toma en serio nunca y la trata como a esa extraña mezcla de cría-niñera (intelectualmente inferior a ti, pero de la que sigues dependiendo para que te arregle la vida). La experiencia con el editor Sproule y su jocoso desdén hacia la «literatura femenina», incluso narrada en clave de humor, casi podría sentirse como una irónica pullita al trato que pudo haber recibido la propia autora (o cualquier otra escritora) al ir a presentar sus manuscritos. En general, la novela está plagada de guiños así, como ese tipo de miradas cómplices que comparten las mujeres afines sentadas a una mesa cuando alguien suelta una cuñadez. Es un detalle curioso, porque Lucy es muy ingenua y cándida al principio, y todo se nos narra desde su perspectiva, suavizando la acidez de las situaciones que presentaba la autora. Pero, conforme va madurando y envejeciendo, su voz se va volviendo más sabia y menos dispuesta a tolerar los mangoneos, y es en sí misma una lección sobre todas las cosas que no tenemos por qué soportar.

Fotograma de la película del 47, con Gene Tierney interpretando a Lucy y Rex Harrison, al capitán Gregg. En la novela, el capitán es solo una voz que habla con Lucy, pero la película tuvo que recurrir al aspecto visual y lo convirtieron en un fantasma corpóreo, por lo que las miradas y los gestos cumplen un papel muy importante en la relación entre los dos.
La novela tiene sus altibajos y sus cosillas, por supuesto, pero está narrada de forma tan amena que se hace comodísima de leer. Alicia Frieyro ha hecho un buen trabajo con la traducción manteniendo las voces de cada personaje (aunque me quedé con curiosidad por saber si el cockney que habla Martha se habría podido trasladar de alguna forma al castellano). Como se explica en la edición de Impedimenta, Dick cultivaba la comedia gótica, y esa chispa de humor se mantiene a lo largo de todo el libro, templándose con una gran ternura en los momentos más emotivos. Todo el último capítulo, por ejemplo, es bellísimo y muy conmovedor en su forma de abordar la vejez y la muerte. Los exabruptos del capitán Gregg en sus discusiones con Lucy, que son la salsa que le da sabor a la novela, se entremezclan con varias perlitas de espiritualidad cotidiana, de las que ayudan a mantener el rumbo en la vida en vez de enredarse en conceptos tan elevados que terminas perdiendo de vista a quienes tienes a tu lado. Todo esto hace que El fantasma y la señora Muir se sienta como arroparse con una mantita cuando tienes frío.
Ha sido una lectura genial, y me ha reconciliado con algunos aspectos del tono que eligieron para la película (admito que Rex Harrison no es santo de mi devoción, lo conocí haciendo de profesor Higgins en My fair lady y es un personaje tan odioso que le cogí tirria al actor en sí). Pero el capitán Gregg que describe Dick es mucho más cercano a mi corazón, incluso con sus borderías de viejo lobo de mar. Él acompañó a Lucy hasta el final, fue su confidente, su compañero fiel, su mejor amigo. Y pocas historias de amor me parecen más importantes que esa.

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