Reseñas: Nueve punto cinco, de Aldonza González, y El asedio animal, de Vanessa Londoño

Cuando se tiene poco tiempo para leer, o pocas energías en general, la ficción corta puede ayudar bastante a romper con ese círculo de «no me da la vida» y volver a coger el hábito, porque en parte sientes que avanzas más que si te tiras dos meses con el tochaco de turno (con todos mis respetos a los tochacos, por supuesto). Eso es lo que me viene pasando a mí últimamente, y por eso hoy os traigo reseña de dos novelas cortas que no podrían ser más diferentes entre sí, pero escritas por dos autoras latinoamericanas que me ha encantado conocer.

Sobre un fondo de color rojo apagado se ve, en amarillo, el título y el nombre de la autora. La ilustración muestra en tonos muy planos a una mujer que parece compuesta de piezas electrónicas.
Portada de Nueve punto cinco, de Aldonza González.

La primera es Nueve punto cinco, obra de la escritora mexicana Aldonza González (publicada en 2021 por Abismos Editorial), en la que se nos presenta un futuro cercano en el que la clonación humana ya es viable, siempre que te puedas permitir pagarla. Ese es el caso de nuestra protagonista, Sara, que despierta desorientada en una instalación desconocida para descubrir que en realidad es la décima versión de sí misma, el décimo clon destinado a arañarle a la vida unos cuantos años más. Al parecer, una rara enfermedad congénita mató a su versión original antes de alcanzar siquiera los 40 y, en lugar de resignarse, ella y su marido millonario decidieron recurrir a este truco para burlar a la muerte. No se trata de vivir para siempre; la ley prohíbe mejorar genéticamente a los clones, así que la enfermedad de Sara sigue ahí, matándola sin remedio una y otra vez cada cierto tiempo. Lo que el matrimonio Santos buscaba, más bien, era la oportunidad de tener esa vida juntos que no pudieron tener. Y, gracias a sus múltiples versiones, Sara ha conseguido sobrevivirse a sí misma más de cincuenta años. Técnicamente, debería tener ya los recuerdos de una octogenaria en el cuerpo estándar de su yo de treinta y pocos, renacida una vez más a la espera de que los avances científicos encuentren una cura para su enfermedad.

El problema es que esta Sara, la número diez, ha sufrido un problema extraño durante el proceso de carga de memoria y no recuerda nada posterior a sus 27 años de vida original. Ni a su esposo, ni sus planes, ni la movida de los clones, ni ninguna de las experiencias de los últimos sesenta años. Es a todas luces un modelo fallido; pero, una vez despierta, no pueden desecharla sin más, porque es un ser humano con plenos derechos. Sin saber muy bien qué hacer con la situación y desesperados por evitar el escándalo, ya que se supone que nunca se ha dado un error semejante, la compañía intenta entonces aprovechar ciertas lagunas legales para convencer a Sara de que se quede en stand by durante los once meses que se tarda en fabricar otro clon y después le «ceda» su existencia a ella, la correcta número diez, cuando esté lista. De este modo, la Sara fallida pasa a denominarse «nueve punto cinco», un modelo intermedio entre el nueve y el diez oficiales, y le preparan una identidad falsa (Gaia Martínez) para que pueda vivir con discreción durante ese año antes de que llegue el momento de darle paso a la Sara Santos de verdad.

El tema de los clones como backup para millonarios no es en absoluto nuevo dentro de la ciencia ficción, pero lo que me ha gustado de Nueve punto cinco es que se lleva el asunto a un ámbito completamente intimista, centrándose en los aspectos más mundanos del día a día de una persona que sabe que su existencia es fruto de un error. A lo largo de las escasas 180 páginas de la novela, acompañamos a una mujer que ha entrado en conflicto consigo misma, que no sabe quién se supone que es y que lucha contra la constante sensación de «estar de paso», de ser un mero paréntesis dentro de su propia vida. Lo que en un primer momento se siente casi como una pequeña aventura o unas vacaciones antes de volver al sitio que le corresponde de verdad, pronto genera una tensión muy real, porque ¿por qué esa otra vida de la que no recuerda nada tiene que ser «la correcta»? Volver a empezar con su mente de 27 años le da la oportunidad de trabajar en lo que no pudo trabajar, de conocer gente diferente, de moverse en otros círculos y por otros lugares, de enamorarse de un hombre distinto… ¿y acaso todo eso no vale nada? ¿No tiene derecho ella a seguir adelante por ese nuevo camino hasta que la enfermedad se lo permita? ¿No tiene derecho acaso a cambiar de idea, a decidir que no quiere seguir sometiéndose a ese renacer perpetuo y que prefiere abrazar la muerte de una buena vez cuando le llegue, como la gente normal?

Los distintos personajes del elenco principal (Gaia, Nico, Meri y sus otras amigas, Gonzalo Santos, Lucrecia Olivares y la gente de Edelweiss Genetics…) están ahí para ir tejiendo este tapiz de voluntades enfrentadas, de lo efímero y lo permanente, de caprichos y deseos. Y es un debate que, por pura casualidad, ha caído en mis manos en el momento justo en el que en España volvemos a estar preguntándonos hasta dónde tienen derecho a llegar los millonarios con sus antojos sobre la vida humana. Igual que en nuestra vida real una señora incapaz de superar la muerte de su hijo ha decidido fabricarse un bebé a partir de su semen para tener una «nieta» póstuma, en la novela de González tenemos a un marido millonario incapaz de aceptar la muerte prematura de su esposa y embarcándose en un loco plan de clonación para traerla de vuelta una y otra vez, incluso «matándose» y clonándose a sí mismo también para seguirle el ritmo. Si esa esposa dice «ya no puedo más», es que no está en sus cabales, no sabe lo que dice, no es consciente de todo por lo que han luchado, «esta no es MI Sara». No es capaz de contemplar siquiera la opción de quedarse sin conseguir lo que desea.

Foto de Zaragoza, se ve el puente sobre el río y las torres de un edificio detrás.
La mayor parte de la novela transcurre en Zaragoza, detalle que, para mi gusto, le dio un toque muy fresco a la ambientación.

Pero, del mismo modo, si esa mujer le dice a su nuevo enamorado que ha decidido poner fin a ese proceso y simplemente aprovechar lo que le quede de vida viviéndola a su manera, es que está siendo imprudente, está sacrificando todo sin motivo, se está rindiendo, «no puedo permitir que lo hagas». Y me gustó muchísimo que, en el fondo, tanto Gonzalo como Nico terminasen comportándose igual: anulando las decisiones de Sara/Gaia en favor de lo que ellos consideraban mejor para ella (uno porque tenía dinero para permitírselo y el otro porque sabía que alguien tenía dinero para hacerlo posible). Ambos hombres amaban a la mujer de corazón y, aun así, queda implícito que consideran sus deseos una locura de la que deben rescatarla para salvaguardar los suyos propios. Sara es una cosa a la que Gonzalo no es capaz de renunciar, Gaia es una cosa a la Nico se propone renunciar en plan mártir, y los dos se construyen para sí la narrativa de que la están «salvando», cuando la realidad es que ninguno la está respetando, reforzando la impresión de que el clon nueve punto cinco es como una muñeca cara que rifarse y poco más. El machismo no es en absoluto el eje central de la novela, al menos no a simple vista, pero me ha encantado lo bien traídos que están ciertos guiños de fondo aquí y allá, reflejados incluso en Nico, el supuesto «hombre bueno» (sorpresa: ninguno es bueno ni malo del todo de forma explícita, y ambos son las dos cosas).

Aparte de toda esta reflexión interna que acompaña a Gaia a lo largo de la historia, González nos presenta también a pinceladas un futuro muy interesante, tecnológico y tradicional al mismo tiempo, que ha desarrollado y puesto en marcha distintas técnicas para adaptarse a las consecuencias del cambio climático y que en realidad se siente muy, muy factible. Me creo que estemos así a finales del siglo XXI, con algunas batallas perdidas y otras ganadas, optimista hasta cierto punto pero sin fliparnos. Además, gran parte de la historia está ambientada en España, concretamente en Zaragoza, y ya solo por lo inusual del escenario (en vez de tirar de las típicas Madrid o Barcelona) le doy todos mis dieces. Los pasajes en Jaca (¡Jaca, nada menos!) y en Ciudad de México ofrecen otras caras de ese mismo escenario, para dejar claro que el futuro no es idéntico en todas partes, y ese aspecto también lo agradecí mucho (ojalá haber visto más de la Ciudad de México, eso sí).

En el aspecto técnico, la narración es ligera, ágil, muy accesible. La novela es comodísima de leer, con descripciones detalladas que sin embargo no llegan a sobrecargar y pasajes más intimistas que nos adentran en la mente de Gaia con mucho tino y familiaridad. Es cierto que, de las tres partes en las que se divide la novela, la segunda se me hizo un poco más cuesta arriba, pero fue solo porque ahí es donde se concentra el romance y, en lo personal, se me hizo cansino (Nico nunca llegó a caerme demasiado bien, lo confieso). Aun así, me la terminé en cuatro sentadas porque entraba sola y el final me dejó muy satisfecha.

El diseño está realizado con colores muy brillantes (rosa, verde, amarillo, rojo) y a base de lo que parecen manchas de acuarela se intuye la silueta de una serpiente.
Portada de El asedio animal, de Vanessa Londoño.

La otra novela de la que quiero hablaros es El asedio animal, de la autora colombiana Vanessa Londoño, que la editorial Almadía trajo a España el año pasado pero que fue publicada originalmente en Latinoamérica en 2021. En la época en la que la editorial nos la ofreció, yo andaba indagando un poco sobre la historia de Colombia y en concreto sobre La Violencia, el nombre que se le da al periodo de guerra interna que ha marcado la vida del país durante la segunda mitad del siglo XX. Ese era justo el escenario en el que se desarrollaba la novela, así que me entró muy rápido por los ojos y se ha convertido en una de las mejores lecturas que ha caído en mis manos en los últimos años.

¿Cómo reseñar El asedio animal? No es una novela al uso, sino más bien un compendio de cuatro relatos en los que sus protagonistas nos narran sus historias, con sus respectivas pérdidas y tragedias. Sirviéndose de un estilo cimentado en el flujo de conciencia o stream of consciousness, a veces como un simple monólogo interior y otras como un diálogo en el que el narrador le habla a otro personaje, Londoño nos coloca delante de distintas víctimas de violencia como si estuviésemos allí físicamente, sentados a su lado para escucharlas. La experiencia terminó recordándome a esos momentos en los que mi padre y mis tías me contaban cosas de la Guerra Civil, esos hechos que dejan una impronta en la memoria, como la instantánea de un recuerdo, que puede llegar a distorsionarse con el tiempo pero que no se borra nunca, porque la marca emocional sigue ahí.

En esta historia, las heridas no son solo emocionales, sino físicas. En todos los relatos, la mutilación es una constante, ya afecte al protagonista o a alguien cercano, y Londoño la utiliza a su vez como metáfora de todo tipo de pérdidas: la inocencia, la libertad, el amor, el hogar, la tierra que te da sustento, la autonomía o la dignidad. Ambientada en el medio rural, donde más se cebó La Violencia, la población ve condicionadas sus vidas por las guerrillas, los paramilitares, las autoridades locales crueles o corruptas, los depredadores de ciudad que vienen a devorar los territorios y a las personas que los habitan. A esta gente no solo les amputan piernas, brazos o la lengua, no solo las dejan ciegas o las violan o las ejecutan directamente; también aparece siempre de fondo el robo de sus tierras en favor de las grandes empresas, que destruyen plantaciones locales sostenibles para arrasarlos con sus campos de macro producción o sus fábricas contaminantes, dejándolos en la miseria y destruyendo sus hogares. Zarandeados por unos y por otros, el tener que huir, el convertirse en desplazados, es una constante casi tan tangible como la ausencia de algún miembro, convirtiendo a las víctimas en seres mutilados en cuerpo y espíritu a los que siguen hormigueándoles las pérdidas, como miembros fantasma.

¿Es un libro de género? No lo considero como tal, a no ser que metamos todos los horrores que narra en el género del terror (y terroríficos son, desde luego, más aún sabiendo que este tipo de atrocidades han ocurrido de verdad y probablemente todavía ocurran). También hay un leve toque onírico que marca los recuerdos (¿llovía de verdad aquel día o es que nuestras mentes asocian la lluvia a la tragedia y fabrican escenarios sombríos más acordes con el horror sucedido?). El momento que más me parece en la frontera entre géneros es hacia el final del último relato, cuya protagonista desanda el camino recorrido por los protagonistas previos, conectando así todas las historias y aunando en su carne las pérdidas de todos los demás junto a las propias, adquiriendo la conciencia de más miembros fantasma al recoger la memoria de esas otras víctimas que representan a todas las víctimas que se ha tragado el conflicto. La imagen que crea Londoño ahí como representación de una población herida y mutilada por la guerra me pareció bellísima, a pesar de lo trágica.

Pero, con todo, lo que me terminó de decidir a reseñarla también para La Nave es que la prosa es espectacular. Londoño hace gala de un estilo impresionante, maneja perfectamente las distintas voces narrativas que fue eligiendo para sus protagonistas, sus formas de hacer memoria, de saltar de un recuerdo a otro, hacia delante y hacia atrás… y todo fluye TAN bien, todo es tan inmersivo, que es como estar en esos lugares, presenciando esos hechos. Al llegar al final y cerrar el libro, me sentí yo misma como si estuviera emergiendo de la selva colombiana. Hacía tiempo que no leía algo con esta calidad literaria y me lo devoré, a pesar de que la temática era dura de narices y no suelo tener estómago para este tipo de historias. Eso es quizá lo que más me impresionó, de hecho: que, aunque la violencia es omnipresente en la novela, en ningún momento sentí que se estuviera regodeando en ello por morbo o se marcara una pornografía del sufrimiento. Lo sentí de verdad como una crónica para honrar a las víctimas, para que estas cosas no caigan en el olvido o se barran bajo la alfombra. Creo además que El asedio animal tiene la longitud justa, apenas unas 100 páginas, para que no llegue a saturar ni a hacerse cuesta arriba y, en consecuencia, perder el efecto.

Me ha gustado muchísimo más de lo que esperaba y, aunque no creo que sea una lectura fácil ni para todo el mundo, la recomiendo a quien esté interesado en la perspectiva de las víctimas de este oscuro capítulo de la historia colombiana, aún tan invisibilizadas a nivel internacional, y a quien tenga ganas de disfrutar de una prosa sobresaliente.

Pilar Caballero
Pilar Caballero (Reseñas/Corrección): Dikana en el ciberverso. Humanista, escritora y multitasking editorial, fan del storytelling en cualquiera de sus formatos. Criada en el terror, formada en la fantasía y ahora enamorada de la ciencia ficción. Me dedico a reseñar todo lo que caiga en mis garras como si no existiera el mañana.
Buy Me a Coffee at ko-fi.com

Si quieres estar al día de nuestras publicaciones, subscríbete a la newsletter de La Nave Invisible.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.