Todos nos hemos sentido extraños en algún momento de nuestras vidas. En un lugar, ante una determinada situación, incluso dentro de nosotros mismos. Como si algo se desdoblara en nuestra cabeza, un pensamiento incorrecto, inusual. Somos muy capaces de identificar la extrañeza; al fin y al cabo, todos hemos sido educados en una sociedad que se estructura en torno a la norma de -valga la redundancia- “lo normal”. Y, sin embargo, no es tan fácil definir “lo extraño”. Decidme, ¿qué es?
Lo raro. Lo diferente. Lo espeluznante. Lo que no debería estar ahí. Dónde si no en la literatura recoger esta sensación de que la realidad se desmorona en mil pedazos; o peor aún, de que nuestra aparentemente apacible realidad esconde muchos interrogantes oscuros detrás. El de Providence, nuestro querido y misántropo H. P. Lovecraft, intentó narrar lo inenarrable a lo largo de miles de relatos, cartas y ensayos. “Mi deseo más intenso y persistente es lograr, por un momento, la ilusión de cierta extraña suspensión o violación de las irritantes limitaciones del tiempo, el espacio y las leyes naturales que desde siempre nos sujetan y frustran nuestra curiosidad (…). El horror y lo desconocido o lo extraño están siempre conectados estrechamente”, escribió en su breve ensayo Notes on Writing Weird Fiction.
En la tradición literaria occidental, desde el gótico y sus almas en pena, maldiciones familiares y mansiones victorianas embrujadas, lo extraño -que no necesariamente lo terrorífico- se encuentra diametralmente opuesto a la realidad. Es decir: en un bando queda la literatura realista y en el contrario la no realista, la no mimética, la ficción especulativa (podemos llamarla de muchas maneras). No hace falta que os diga qué bando se ha llevado todo el reconocimiento del canon literario.
La literatura de género, que podemos desglosar en terror –Shirley Jackson, Anne Rice, etc.-, ciencia ficción –Ursula K. Le Guin, Octavia Butler, etc.- y fantasía o maravilloso –Robin Hobb, Susanna Clarke, etc.-, ha sufrido durante muchas décadas el desprestigio del mundo literario. Aún le cuesta, pero los prejuicios están cada vez más superados y hay autores comprometidos con la literatura más imaginativa recibiendo premios Nobel. Pero es curioso cómo el mecanismo del canon se activa incluso dentro de aquellas prácticas que quedaron excluidas de él. Porque sí: también hay un canon dentro de la literatura extraña. Antes he puesto de ejemplo a todas estas magníficas escritoras para traer a colación dos sesgos de “calidad” que operan a la hora de considerar la valía de una obra. El primero, el género, porque seguro que os habíais ido rápidamente a pensar en Stephen King, Isaac Asimov y J. R. R. Tolkien. Y el segundo, la nacionalidad, porque estas autoras nos suenan bastante, pero ¿y Pilar Pedraza? ¿y Lola Robles? ¿Cuántos saben que Emilia Pardo Bazán escribió uno de los primeros cuentos de vampiros o que Ana María Matute escribió el Juego de Tronos español hace décadas?
A estos mecanismos de desprestigio la escritora -también extraña- Beatriz García Guirado se refiere como “la frontera de la frontera” porque las mujeres que escriben literatura extraña se encuentran doblemente en los márgenes: fuera de la tradición literaria más respetada, fuera del género que siempre ha tenido la palabra. Si a eso le sumamos la nacionalidad, una manía tan española como la de avergonzarnos de aquello que nos fascina en los ingleses, alemanes o mexicanos, las fronteras se convierten en muros asfixiantes.
Para airear un poco el encierro, la joven editorial independiente InLimbo, que está editando a autores de lo extraño patrio como Gemma Solsona, Isabel del Río o Eduardo Moreno Alarcón, acaba de publicar la antología Ellas, las extrañas. Coordinada por la misma Beatriz García Guirado, entre sus páginas reúne a nombres más o menos conocidos, pero todos ellos -ellas- transgresores: desde el sancta sanctorum de las autoras extrañas españolas, es decir, Cristina Fernández Cubas y Pilar Pedraza; pasando por autoras consolidadas como Pilar Adón y Patricia Esteban Erlés; hasta nuevas promesas como Isabel del Río y Nerea Pallares.
Ellas, las extrañas no es la primera antología de este tipo que se publica en nuestro país. Distópicas y Posthumanas, Infiltradas e Hijas del futuro son magníficas colecciones de relatos de autoras que se enmarcan dentro de la ficción especulativa o la más pura ciencia ficción. Y en 2019, la editorial Páginas de Espuma publicó Insólitas, una antología coordinada por dos importantes teóricos de la literatura de género en España, Teresa López-Pellisa y Ricard Ruiz Garzón, que reúne grandes muestras de literatura insólita o extraña escrita por mujeres.
El libro de Páginas de Espuma recogía a autoras de gran renombre en el sector, mientras que el de InLimbo apuesta por varios nombres emergentes o habituales de la edición independiente. Otra diferencia fundamental es que Insólitas incluía a escritoras latinoamericanas como Mariana Enríquez, Liliana Colanzi y Jacinta Escudos. Ni más ni menos. Voces de esa nueva literatura terrorífica alumbrada en América Latina, de ese gótico andino, de esa extrañeza heredera del realismo mágico y de autoras como Elena Garro o Silvina Ocampo, y que se publica en las más prestigiosas editoriales nacionales e internacionales y cosecha galardones también nacionales e internacionales. Mónica Ojeda, Samanta Schweblin, María Fernanda Ampuero, Giovanna Rivero, Cecilia Eudave, Solange Rodríguez Pappe… Todas ellas autoras de gran -y merecido- prestigio. Pero, ¿se les presta la misma atención a las autoras españolas que fabulan con fantasmas, demonios, apocalipsis climáticos o mentes poseídas?
InLimbo ha decidido sacudir esas vergüenzas, y lo hace con orgullo, valentía y acierto. Todas las autoras que recopila la antología Ellas, las extrañas son muy diferentes en temas y estilo, pero comparten, sino una conciencia de generación o de herencia, sí un impulso por asomarse a lo desconocido y por escribir lo que les da la gana, sin deberle nada a nadie.

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