Loba de Verónica Murguía o la soledad de la heroína

«¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Éowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas!»

Las palabras de Éowyn aún resuenan en los campos del Pelennor, en las páginas de la obra más importante de fantasía moderna y, probablemente, en el corazón de todos los autores que han deseado escribir heroínas capaces de plantarle cara a los peligros más terribles que la imaginación pueda concebir.

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Aunque sin duda no es la primera, Éowyn podría considerarse como un referente crucial en cuanto a personajes femeninos de obras de fantasía que han devenido en caballeros y que se han visto enfrentados a encarnaciones arquetípicas del mal, o por lo menos a adversarios de temer. No es sencillo, por cierto, trazar una genealogía de estas mujeres, pues cualquier intento habría de incluir desde la Bradamante del poema épico Orlando furioso hasta la más reciente y conocida Brienne de Tarth, de la famosa saga de fantasía Canción de hielo y fuego, pasando quizá incluso por la Santa Marta de la compilación medieval de hagiografías por excelencia, la Legenda Aurea.

Muchas de estas figuras femeninas, sin embargo, parecen compartir algunos aspectos esenciales. Entre ellos, principalmente en lo que a mujeres de fantasía contemporánea refiere, habría que destacar la constante tensión con estructuras reminiscentes del patriarcado y la búsqueda (satisfecha o no) de una autonomía capaz de liberar al personaje y permitirle su autoafirmación.

Probablemente resulte casi inevitable, al leer el párrafo anterior, recordar aquel concepto que ha empezado a surgir con especial fuerza en las discusiones sobre la presencia femenina en la ficción: la «mujer fuerte», usualmente entendida como un personaje empoderado, capaz de forjarse un destino que lo aparte de los roles pasivos o sexistas a los que se había visto condenado en tantas obras.

Ahora bien, aun cuando este anhelo reivindicativo sea positivo, podría decirse que su ejecución no siempre ha estado acompañada de una verdadera estampa de identidad, ni de genuina calidad literaria. Por un lado, no basta con reemplazar un delicado vestido por una recia armadura, ni tampoco posar una espada allí donde antes había una escoba; los conceptos de masculinidad y femineidad son demasiado complejos como para reducirlos a dicotomías culturales tan groseras. Por otro lado, pensar que basta con sacar a la mujer de la casa o del palacio y encasquetarle una aventura genérica para tener a una gran figura femenina no es sino una simplificación absurda de la construcción de un personaje, eludiendo el tratamiento de sus contradicciones y debilidades, así como de su accidentado y ambiguo proceso de crecimiento.

Por lo anterior, es muy valioso destacar cuando surge una obra contemporánea de fantasía con una protagonista femenina que discute y dialoga con los problemas aquí esbozados, entregando al lector un retrato honesto y bien narrado del difícil viaje interno de la joven heroína. Me refiero aquí al personaje de Soledad, protagonista de la novela Loba (Premio Gran Angular, Ediciones SM España 2013), de la mexicana Verónica Murguía.

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Fuente: Warner Bros

Podrían identificarse al menos tres etapas en el crecimiento de Soledad a lo largo de la novela. La primera de ellas expone sus conflictos con el contexto patriarcal en el que ella se encuentra; la segunda, su encuentro con la magia y su involucramiento en el duelo arquetípico entre el unicornio y el dragón; y la tercera, la aceptación de un destino que se aparta de toda dicotomía y que pareciera insertar a la joven en el marco legendario de su mundo.

Desde luego, es esta última etapa la más interesante por lo enigmática y significativa en su diálogo con determinada tradición de la literatura de fantasía. Sin embargo, como su análisis detallado necesitaría ahondar en demasiados aspectos narrativos de la obra, desmenuzando así su argumento para quienes aún no la han leído, para fines de este texto he optado por centrarme en las fases restantes, que son bastante llamativas a su modo.

Soledad, entonces. Imposible comenzar describiendo la forma de ser de un personaje en relación con su mundo sin detenerse en un nombre tan explícito como ése. Soledad fue bautizada así tras perecer su madre al darla a luz. El dolor de su padre, rey de Moriana, fue tan grande que desde ese momento su actitud cambió por completo, volviéndose un ser consumido por el alcohol y la desidia. La pequeña Soledad creció como una desdichada, buscando siempre la aprobación de un hombre orgulloso que nunca pudo olvidar lo que la llegada de su primogénita supuso en su vida, sobre todo al saberse incapaz de engendrar futuros hijos varones a causa de una maldición.

Soledad entonces conduce su niñez y adolescencia bajo sendas que, en su mundo, usualmente sólo caminaban los hombres: se adiestra en el arte de la espada, prefiere la compañía de la naturaleza antes que la de otros seres humanos y se preocupa enormemente por los asuntos políticos de su reino.

Soledad, en estricto rigor, es una princesa, pero su forma de conducirse como tal es totalmente ajena al estereotipo de la muchacha hermosa, estúpida y desamparada que sólo posee valor en su calidad de trofeo para su contraparte masculina. La protagonista es una joven que repudia las pompas mujeriles de la corte, representadas en un celo excesivo hacia las vestimentas y la fragilidad, y que transgrede constantemente las expectativas sobre femineidad que en ella posan tanto mujeres como hombres. Soledad no es lo bastante «femenina» por su aspecto desgreñado y físico nervudo, lo que mueve a ellas a la compasión y a la habladuría; pero tampoco es lo bastante «masculina», pues ni la firmeza de su cuerpo ni la sagacidad de su mente son lo suficientemente aceptables para ellos como para considerarla una igual.

Hasta este punto, se podría decir que nada en la constitución inicial de Soledad es demasiado destacable. Muchas otras obras han exhibido una protagonista de rasgos de identidad asociados a lo masculino y los problemas que eso ocasiona, tanto para el respectivo universo ficcional como para ella misma. Sin embargo, la narración de Murguía se aparta de este otro estereotipo, el de la princesa guerrera a la que sólo se le valora por su temeridad, para desarrollar un personaje tan lleno de carencias como esperanzas.

Para empezar, cada aspecto relevante que Soledad ha adoptado de ciertos códigos masculinos tiene sus propios matices reflexivos. Por ejemplo, su afición al combate se desprende de sus sinceros deseos de proteger a su gente por su propia mano y de proveerse a sí misma una vía para ser más fuerte, lo que no impide que surjan en ella importantes cuestionamientos sobre el sentido mismo de la guerra. A lo largo de la aventura, cuando la joven se vea por fin en enfrentamientos reales, estas dudas no nacerán desde las raíces de la cobardía, sino desde el corazón de la empatía y la piedad.

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Fuente: Pixibay

Otro ejemplo relevante es la relación de Soledad con la naturaleza. Evidentemente, al no poder calzar ni con hombres ni mujeres normativos, la joven se siente más cómoda con criaturas para quienes estas normas no se aplican: los animales. Dos de sus grandes compañeros, su halcón Alagrís y su caballo Fum, desarrollan un vínculo tan fuerte con ella que no parece descabellado llamarlo derechamente amistad. Ninguno de ellos es concebido como un mero instrumento de guerra o de caza, sino como seres individuales y misteriosos, en los que Soledad halla más cariño y desafío que en otras personas. Nuevamente, la narración de Murguía se dedica a entregarle al lector delicados episodios poco usuales de ver en esta literatura, como la descripción de la larga convalecencia de Alagrís al caer abatido en un momento de la aventura y el hondo pesar de Soledad durante su proceso de recuperación.

Podría sostenerse entonces que Soledad es una muchacha muy sensible. Que alguien pudiera pensar que esta característica surge como contradicción a su valentía y quehaceres guerreros sería un problema, pues se seguiría pensando en modelos dicotómicos. Soledad, en realidad, no debiera valorarse en la medida en que identifiquemos qué aspectos «masculinos» o «femeninos» incorpora, sino por la forma en que cada aspecto, en apariencia opuesto, busca entrar en un diálogo que cada vez va haciéndose más armónico en la historia. Así, con el tiempo, la timidez esencial de la joven dialoga con su elocuencia y su carisma como líder, del mismo modo en que su reserva no tiene problemas en convivir con la intimidad de los vínculos que logra trazar con algunos personajes, por ejemplo.

Lo anterior comienza a evidenciarse especialmente ante la aparición de los dos coprotagonistas de la obra: la campesina Ámbar y el mago Cuervo. Ambos son sumamente interesantes y arrastran consigo sus propios traumas y anhelos, pero en esta oportunidad se los puede mencionar tan sólo a propósito del crecimiento de la propia Soledad. Ámbar, en su conexión con el mundo rústico de lo cotidiano y a la vez con el de las leyendas, permite a Soledad conocer un modelo distinto de ser mujer, y aun a tener una suerte de amiga a pesar de las notables diferencias. Cuervo, por su parte, encarna la conexión con la tradición de la magia, desde su capacidad para transformar el mundo hasta el peligro de hybris que este mismo poder conlleva.

No es coincidencia que estos dos personajes ayuden a adentrar a Soledad en la aceptación de la existencia de la magia, la que posteriormente se consagra cuando entran en juego el unicornio y el dragón. Estas criaturas, trenzadas en un enfrentamiento mítico, terminan arrastrando a la protagonista a su duelo, en el que se ve forzada a involucrarse de manera activa. Sin embargo, no encontraremos en este conflicto a un unicornio pacífico, ni a un dragón esencialmente maligno. En cierto sentido, podría pensarse que ambas bestias reflejan a su modo la complejidad de la interioridad de Soledad, sin que por ello deba leérselas como alegorías o fuerzas meramente arquetípicas. Algo de esto último yace en su recreación en la prosa de Murguía, sin duda, pero la autora se las ha arreglado para hacer del unicornio y del dragón personajes centrales del proceso de crecimiento de Soledad. Así, ambos la reclaman para sí por sentirla cercana a sus propios ideales, pero el espíritu de la joven resuena en los dos, y no parece que la posibilidad de decantarse por uno vaya a ir en desmedro del otro.

Naturalmente, la tensión resultante desborda cualquier lectura en clave sentimental, al entroncar con la presencia que estas dos criaturas adquieren en el imaginario mítico y en el legado de grandes obras clásicas de fantasía. Murguía acierta en caracterizarlas de una manera que el lector pueda reconocer las huellas de sus predecesoras y a la vez valorarlas en su calidad de creaciones inéditas, con una personalidad distintiva y, paradójicamente, muy humana en su versatilidad.

Tradición y genuino sentido de la creación literaria se unen entonces en esta novela en la conformación de una joven protagonista que, sin apartarse de muchos de los aspectos que como lectores hemos aprendido a identificar en la novela de fantasía épica contemporánea, es capaz de brindarles nuevos matices. No es esta una obra que vaya a presentar giros argumentales dramáticos ni un desarrollo de personajes salpicado de claroscuros morales, pues su mayor baza estriba en algo mucho más importante (y literario): la precisión en su uso del lenguaje y el evidente conocimiento de autores emblemáticos como J.R.R Tolkien y Ursula K. Le Guin, cuya atenta lectura Murguía evidencia en su narración y, ante todo, en sus personajes.

En tiempos en los que cierta corriente de la fantasía contemporánea juvenil pareciera orillada al romance o a una obsesión por exhibir un único (y plano) modelo de fortaleza femenina, es un alivio comprobar que aún existen escritores que deseen y puedan contar historias como estas. Y en un ámbito mucho más personal, lamento no haber conocido a Soledad de adolescente, para haber encontrado en su figura un consuelo a mi propia inconformidad en cuanto a formas de ser una muchacha en nuestra sociedad, así como a mi incomprendido deseo de consagrar mi vida a un destino incierto y no muy bien entendido.

Sin embargo, la lectura nos permite reencontrarnos también con las personas que fuimos antes, y a mi yo juvenil le encantó tanto como a mi yo adulto acompañar a Soledad en su largo viaje, que fue tanto físico como espiritual. Quienquiera que aún sienta a solas el desencanto de este mundo tristísimo, sin dragones ni belleza, podría llegar a conectar con las proezas de esta muchacha que tan bien representa su nombre.

Paula Rivera Donoso
Paula Rivera Donoso (Investigación/Reseñas): Autora chilena con formación académica en Literatura. Interesada en la crítica e investigación independiente de la literatura de Fantasía, la literatura infantil y juvenil y los videojuegos como medios narrativos. Me considero una amante furiosa de la imaginación y las historias.

2 respuestas a «Loba de Verónica Murguía o la soledad de la heroína»

  1. Coincido con varios de los elementos que se mencionan en esta reseña sobre Soledad, sin embargo, debo quejarme del ritmo y de como parte del elenco de la obra va perdiendo parte de su protagonismo, la premisa y la primer parte del texto me tenia enganchada, pero hubo un momento en que no soportaba a Soledad y en que algunas actitudes discrepaban respecto a la construcción del personaje.Sin embargo, de haberse desarrollado un clímax y desenlace menos dramático me hubiera gustado más.

    Creo que mi mayor problema fue que en cierto momento se deja de lado a el otro par de personajes para darle finalmente todo el protagonismo a Soledad.

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