Nona la Novena: Capítulo 1

Tamsyn Muir está en boca de todes. Con su propuesta de la saga de la Tumba Sellada, que arrancó con Gideon la Novena, ha ido adquiriendo más gente adepta y, tras Harrow la Novena, estamos deseando que la tercera (e inesperada) parte Nona la Novena llegue a las librerías. ¡Y no falta mucho!

¡Nova publicará Nona la Novena el 22 de septiembre!

Solo una semana después de la edición estadounidense y con traducción de David Tejera. Para celebrar esta excelente noticia, además de la cubierta, desde la editorial nos han cedido el primer capítulo traducido. Así que no nos alargamos más y os dejamos disfrutar.

 

Cubierta de Nona la Novena para su edición española publicada por Nova.

 

 

Nona la Novena

1

A finales del año de nadie en el que ella pensara demasiado en particular, la persona que la cuidaba pulsó el botón de la grabadora y dijo:

—Empezad.

Ella cerró los ojos con fuerza y empezó, con una premura ya ensayada.

—El rostro pintado se halla sobre mí. Estoy en aguas seguras, tumbada, creo. Algo me empuja. El agua me cubre la cabeza y se me mete en la boca. También me entra por la nariz.

—¿Duele?

—No.

—¿Cómo os sentís?

—Me gusta. Me gusta el agua. Me gustan las manos de ella.

—¿De ella?

—Es lo que noto a mi alrededor… Puede que sean mis manos.

El lápiz rasgó el papel con saña.

—¿Y el rostro?

—Es el del dibujo.

El del boceto que habían hecho para ella, el que guardaba en el cajón secreto donde metía todas las cosas interesantes, como cigarrillos, las tarjetas de identificación falsas y todo el dinero, que decían que no era de una moneda de curso legal y por eso no lo podía usar. El lápiz se deslizó solícito por la página. Le costaba mantener los ojos cerrados para no mirar a la persona que tenía frente a ella, por lo que se entretenía imaginando lo que vería en caso de hacerlo: unas manos determinadas y bronceadas sobre el cuaderno, la cabeza inclinada sobre él, el flequillo recogido a la espera del día en que tocaba corte de pelo. En realidad, imaginárselo era mejor que verlo, porque la lámpara a baterías no estaba encendida.

Ella preguntó:

—¿Qué escribes?

Porque el lápiz no había dejado de moverse. La mayoría de las veces, los escritos eran interesantes, pero en ocasiones eran descripciones aburridas de cómo su rostro se contorsionaba al hablar. Como: «0.24: ha sonreído».

—Cosas sin importancia. Continuad. Os habéis despertado tarde.

—¿Puedes cambiar el tono de la alarma? El de «Buenos días, buenos días» ya no sirve para despertarme.

—Claro. En vez de programar la alarma, os arrojaré una esponja húmeda a la cara. Seguid pensando.

Ella siguió pensando.

—Los brazos me rodean con mucha fuerza. Son los brazos de ella. Está claro.

—¿Ella os suena de algo?

—Puede. No lo sé.

—¿Cómo sabéis que son de ella?

—No lo sé.

—¿Y qué ocurre después?

—Ni idea.

Una pausa larga.

—¿Algo más?

—No. Nada más. Lo siento, Camilla.

—No os preocupéis.

Camilla Hect pulsó otra vez el botón, que volvió de nuevo a su posición original con un chasquido plástico y definitivo. Era la señal, por lo que entró en acción. La norma establecía que ella se quedara quieta y tumbada para concentrarse lo mejor que pudiese desde que el botón estuviese pulsado hasta que dejase de estarlo. Una vez llegado el momento, tocaba quitarse el pijama, a la luz pálida y titilante de la pequeña linterna que estaba pegada con cinta al portapapeles de Cam. Se desvestía para vestirse casi al mismo tiempo, lo que requería muchas contorsiones. Se afanaba para quitarse el camisón con los brazos y empezaba a tirar de los pantalones con los tobillos, un movimiento que Camilla llamaba «gusano atribulado».

Ser un gusano atribulado no le preocupaba. Vestirse por sí sola le resultaba maravilloso. En el pasado, las cosas eran mucho peores y había necesitado ayuda hasta con el camisón, porque creían que se le podría atascar a medio camino sobre la cabeza y entonces se acaloraría y se enfadaría más y más por culpa de la claustrofobia. Era muy importante que no volviese a enfadarse así. Solo había tenido dos berrinches en toda su vida, pero habría sido muy humillante sufrir un tercero. Los dedos hurgaron un poco el chaleco, pero no le costó mucho ponerse la camisa de arena ultravioleta, ni tampoco colocarse bien los puños, algo que entrañaba no pocas dificultades y, si lo hacías mal, te obligaba a colocarte de pie en la bañera para quitártela entre chaparrones de tierra amarilla. La chaqueta de tela con botones alargados tampoco la retrasó ni un momento. Cuando terminó, Cam dijo:

—Bien. Rápido.

Y estaba tan cansada de los elogios que se dejó caer sobre el colchón.

—Voy a hacer los estiramientos —dijo, con premura, antes de que la pusieran a hacer otra cosa.

Levantó las piernas hasta que apuntó con los pies directo hacia el techo y, tal y como le habían enseñado, giró los dedos de manera que rodeasen las manchas de humedad que se veían en el yeso. El húmedo invierno había terminado, pero la mancha enorme del rincón aún no se había secado. Camilla le había dicho a todo el mundo que lo mejor sería hablar con el casero, pero se le había hecho saber que, si era capaz de encontrar al casero, se haría acreedora de una medalla de oro.

Ahora, Camilla no había dicho nada, ni aprobatorio ni reprobatorio, por lo que ella dijo, con más énfasis:

—Hoy tengo las piernas muy tensas.

Con esa esperanza sempiterna de que Cam la cogiese por los tobillos y se los empujase hacia delante. Lo haría hasta que las rodillas le tocasen el pecho y estirase tanto los músculos isquiotibiales que le diese la impresión de que estaban a punto de chasquear y partirse. Era lo mejor del mundo. Si tenía suerte, Camilla también le frotaba los gemelos, que siempre tenía doloridos de caminar. A veces incluso le frotaba la espalda, aunque eso era más bien después de entrenar. Pero ahora Camilla estaba ocupada escribiendo y no mordió el anzuelo por mucho que ella agitó los dedos. Hasta insistió, y añadió:

—Vaya. Muy tensas, madre mía —con voz un poco más alta.

Cam dijo, sin mirar:

—Se os pasará caminando.

—Creo que tengo un tirón. No me voy a poder mover.

—Pues entonces no podréis ir a la escuela.

Ella sabía admitir la derrota.

—Ya voy. Ya voy.

Para demostrar que lo decía en serio, arqueó la espalda y se puso en pie de un salto, con el más mínimo impulso de los brazos. Era algo que había estado practicando y le encantaba cuando conseguía aterrizar con un leve trastabilleo. Pero lo único que dijo Camilla fue:

—No realicéis ningún sobreesfuerzo.

Lo que la dejó hecha polvo. Y la cosa fue a peor cuando apostilló:

—Id a ver si Pyrrha necesita ayuda con el desayuno.

—Vale. Es probable que ya esté listo. Hemos tardado mucho. Tal vez la comida se haya enfriado —añadió, con tono anhelante.

Camilla apartó por un momento la vista del cuaderno y le dedicó una mirada crítica al pelo desgreñado, que tenía aún peor a causa de los estiramientos y del salto. Y dijo:

—Decidle que os arregle el pelo. Voy a hablar.

—¡Ah! ¡Bien! ¡Lo cronometraré!

—Yo tengo temporizador.

—Cam, eso suena raro. Aquí nadie lo llama «temporizador». Se llama «reloj».

—Me alegro. Dejad de dar largas con el desayuno.

Ella siguió dándole sagaces evasivas.

—Al menos podrías, por favor, escribir: «Te quiero, Palamedes». Por favor. De mi parte. Escribe: «Te quiero, Palamedes. De parte de Nona».

Camilla lo hizo sin vergüenza alguna, aunque Nona tenía que fiarse de ella, ya que, cuando se acuclilló para seguir los trazos del lápiz, fue incapaz de entender la más mínima palabra. Ni una letra siquiera; no pertenecían a ningún alfabeto que le hubiesen enseñado jamás, cosa que a los demás les resultaba muy interesante pero que a ella le daba igual. No obstante, sabía que podía confiar en Cam. Cuando el lápiz se detuvo después de escribir el mensaje, Nona se inclinó hacia ella y dijo:

—Gracias. También te quiero a ti, Camilla. —Y—: ¿Ya sabes quién soy?

—Alguien que llega tarde al desayuno —respondió Camilla.

Pero mientras Nona volvía a enderezarse, se giró hacia ella y le dedicó una de esas sonrisas breves y escasas, de las que brillan como el sol en un coche que avanza por la autopista. Cam sonreía tan poco que Nona sintió de inmediato que aquel iba a ser un buen día.

La cocina no estaba mucho más iluminada. Había una luz tenue y azul que se colaba entre las cortinas, y la naranja del hornillo encendido, bloqueada en su mayor parte por la otra persona con la que vivía. A unos apartamentos de distancia se oían los llantos matutinos de un bebé, por lo que Nona se acercó de puntillas para no hacer más ruido. Los que vivían debajo odiaban que hicieses ruido al caminar, y Pyrrha aseguraba que tenían conocidos en la milicia y que sería mejor no hacerlos enfadar, porque estaban resacosos un noventa por ciento del tiempo. Aquello era injusto, porque el que vivía en el piso de arriba nunca se quitaba los zapatos en casa, lo que sin duda las autorizaba a quejarse, pero en opinión de Pyrrha era mejor no hacerlos enfadar porque eran policías. Ella lo llamaba el «sándwich de mierda». Siempre parecía saberlo todo sobre todo el mundo.

—¿Habéis terminado? Justo a tiempo —dijo Pyrrha, sin darse la vuelta.

Sostenía un aceite en espray con el que apuntaba directo hacia la sartén, donde luego extendía la espuma pálida con una espátula. Llevaba pantalones de pijama y una camiseta de rejilla sin nada encima, por lo que el brillo anaranjado del fogón iluminaba todas las cicatrices de sus brazos fibrosos. Controlaba los demás ingredientes del desayuno que había dispuesto sobre la encimera con la otra mano, por lo que Nona se acercó al escurreplatos y empezó a hacer recuento de la vajilla para ayudarla.

—¿Estás preparando tortitas? —preguntó

—Coged cuencos. Son huevos —respondió Pyrrha.

Ahora que estaba cerca, Nona olió el aceite y vio como Pyrrha agitaba un tenedor dentro de una taza llena de un líquido de un naranja intenso, naranja radioactivo a pesar de la oscuridad. Después lo volcó en la sartén y empezó a chisporrotear. Se formó un entramado amarillo allá donde el líquido tocaba la superficie caliente, prácticamente en el acto. Nona cogió dos cuencos descascarillados en lugar de platos, y Pyrrha preguntó:

—¿No os enseñan a contar en el colegio?

—Sí, pero eso está muy caliente. ¿No podría desayunar algo frío?

—Claro. Dejad que se enfríen y ya está.

—Qué asco. No me refería a eso.

—Los huevos no son opcionales, niña. ¿Qué tal han ido los sueños?

—Como siempre —respondió Nona, que cogió otro cuenco a regañadientes—. Ojalá soñase con algo diferente, para variar. ¿Tu sueñas?

—Claro. Anoche soñé que tenía una reunión informativa, pero no llevaba pantalones y tenía el culo al aire —explicó Pyrrha, que empezó a cortar pedazos de la cuajada amarillenta con el borde de la espátula. En una de las pausas que Nona hizo entre risas, añadió, con tono solemne—: Pues no fue nada divertido, niña. Sabía que todo iría bien mientras estuviera cubierta detrás del podio, pero no tenía ni idea de qué iba a hacer cuando tuviese que volver a sentarme. Morir, supongo.

—¿Lo dices en serio o estás de broma? —exigió saber Nona una vez hubo remitido aquel regocijo tan desvergonzado.

—Lo digo muy en serio, pero, si quieres, puedes poner otra marca junto a «chistes de culos».

Nona se alegró tanto que se levantó de la mesa y cruzó la estancia hasta la enorme hoja de papel marrón clavada a la pared con chinchetas. Después cogió un lápiz y esperó a que Pyrrha dijese:

—Más arriba. A la izquierda. Justo ahí.

E hizo una marca irregular.

Después Nona contó las marcas y dijo:

—Es la séptima del mes, pero no es justo que no dejes de hacerlos. Palamedes diría que estás manipulando los datos.

—Tengo que darles a las chicas lo que me piden, no puedo evitarlo —dijo Pyrrha. Apagó el fuego y echó parte del contenido de la sartén en el cuenco de Nona. Después la volvió a dejar en la cocinilla, con un trapo por encima para que se mantuviese caliente. Se limpió las manos en otro trapo y dijo—: Comed. Os arreglaré el pelo.

—Gracias —dijo Nona, agradecida por la comprensión—. Cam me dijo que te lo pidiese. ¿Puedes hacerme trenzas?

—Como deseéis, mi dama.

—¿Puedes hacerme una trenza grande y dos pequeñas por los lados?

—Claro, si nos da tiempo.

—No se me sueltan, como las trenzas normales. —Luego añadió, como si se estuviese confesando—: Y con las normales me resulta inevitable morderme las puntas. No quiero caer en la tentación.

—Aquí nadie quiere caer en la tentación, sí. Yo tendría que dejar de torturarme con el cajón de los cigarrillos. No dejo de mirarlo.

—No quiero discutir otra vez por el tema del humo y de los fumadores pasivos —dijo Nona, asustada. Le dio la impresión de que había sido algo brusca, por lo que añadió—: Son malos para ti, y yo te quiero mucho, Pyrrha.

—Pues demuéstrame que me quieres —dijo Pyrrha, lo que significaba que tenía que comerse los huevos.

Nona comió mientras Pyrrha le cepillaba el pelo con movimientos breves y bruscos, dejando que las capas negras y finas le cayesen sobre los hombros. Ya le llegaba casi hasta la rabadilla, y era suave y sedoso como el agua. Se lo cortaban uno de cada cuatro días que tocaba corte de pelo. No lo hacían todos porque era un rollo, y porque, según Camilla, la gente no se fijaba tanto en la velocidad a la que te crecía el pelo si ya lo tenías largo. Camilla y Pyrrha tenían que llevarlo corto, algo que Nona envidiaba. El de Cam era castaño oscuro, lo llevaba a la altura de la barbilla y a Nona le gustaba mucho cuando le rozaba la mejilla; y cuando Pyrrha tardaba mucho en afeitarse la cabeza, le crecía de un tono arcilloso oscuro, color a tierra roja mojada de una obra. Gran parte de Pyrrha era de ese color propio de una zona de obras: marrones oscuros y secos, colores de arcilla polvorienta o de metal oxidado. Era esbelta, fibrosa y ancha de hombros; y Camilla era alta, enjuta y sombría. Ambas le parecían maravillosas a Nona.

Camilla llegó justo cuando Pyrrha terminaba de apretar la primera trenza y Nona ya llevaba un buen rato «masticando» los huevos, que solo era una de las angustiosas fases del proceso de «comerse» los huevos. Camilla dijo, con voz triste:

—¿Huevos? ¿Es que aún no hemos inventado una proteína diferente o qué?

Lo que significaba que Camilla no era Camilla en realidad.

La manera más fácil de distinguirlos era por los ojos. Palamedes tenía una mirada apocada e impasible de un gris parduzco, como el suelo de las mañanas frías del lugar donde había crecido Nona, y Camilla los ojos del más claro de los grises, como el hielo de los cuentos infantiles, uno que no se parecía en nada a la tonalidad turbia del hielo normal. Pero Nona estaba muy orgullosa de ser capaz de distinguirlos, aunque se encontrase en el otro extremo de la habitación, a pesar de que el cuerpo de ambos fuese exactamente el mismo. La diferencia estribaba en las poses: Camilla era incapaz de estar quieta, o cambiaba el peso del cuerpo de una rodilla a otra o se crujía los nudillos, mientras que Palamedes se quedaba inmóvil como si estuviese jugando al escondite inglés y el que la llevaba lo mirase fijamente. El escondite inglés estaba de moda, y a Nona no se le daba nada mal.

—Ahora solo venden carne en el mercado negro —dijo Pyrrha mientras empezaba con la segunda trenza.

Palamedes había empezado a verter cucharadas de un café instantáneo grumoso y negro en varias tazas. Y preguntó, con tono ausente:

—¿Café, Nona?

Ella siempre respondía: «No, gracias», pero a él le gustaba darte opciones. Ahora también esperó a que Nona dijese:

—No, gracias.

Y luego vertió el agua hirviendo en dos tazas. Sin leche, porque se habían quedado sin cartones. Acercó una taza hasta donde Pyrrha llegase a cogerla y se quedó la otra. Pyrrha había extendido la mano para coger una horquilla. Se quedaron sentados y respirando el aire húmedo, y Nona olisqueó la fragancia amarga y deliciosa del café. Pyrrha siguió hablando:

—Y aun así, siempre os la jugáis. El carnicero solo suele tener un diez por ciento de carne magra, el resto son hígados y cartílagos.

Nona quería saber.

—¿Qué es carne magra?

—Una parte muy nutritiva —respondió Palamedes.

—La parte que se quedaba al aire en mi sueño —aclaró Pyrrha.

Eso hizo que Nona riese y luego se volviese a levantar. Dejó los huevos y se acercó para hacer otra marca en el contador. Palamedes la miró, abstraído, y dijo:

—Madre mía. ¿Dos veces en un día? Todavía no sé por qué lo ponemos en duda. Olvidad lo de la carne, solo estaba siendo ocurrente. No tendríamos dinero para comprar carne magra ni aunque me ganase la vida escribiendo porno duro.

Pyrrha dijo:

—Ojalá lo hicieseis. Estos parches de nicotina me están matando.

—Si lo habéis dicho para hacerme sentir culpable, sabed que no ha servido de nada. Lo siento —se disculpó Palamedes—. El cuerpo de Cam es un templo. Ella es quien me ha prohibido llevar una vida dedicada al arte del erotismo. Dice que no quiere que nuestro último presente al universo sean relatos de personas que se dedican a aplastar tartas de cumpleaños con sus partes bajas. Hablando del tema, ¿tenéis un minuto, Pyrrha? Cuando llegasteis anoche ya era muy tarde para hablar.

—Es porque tardamos demasiado —explicó Pyrrha—. Las malditas perforaciones tienen que pararse cada media hora para que podamos ponernos a cubierto.

Nona notó la horquilla que le unía la última de las trenzas pequeñas a la cabeza y cómo se la aplastaban un poco con una mano bien curtida. Pyrrha continuó:

—Quiero ver ese cuenco vacío, Nona.

Y cogió la taza de café mientras Palamedes se servía un poco de huevo. Palamedes y ella se dirigieron a la habitación con el desayuno y cerraron la puerta al entrar.

Ahora que se había quedado sola, Nona miró los huevos. Tenían un color amarillo y uniforme, con motitas negras y granulosas de pimienta. Le permitían echarle la cantidad que quisiese de esa salsa roja, líquida y picante, pero el sabor no le gustaba demasiado. Después miró hacia la ventana que había detrás de las cortinas, que estaba un poco abierta, lo bastante como para que cupiese una cuchara, al menos. Al fin y al cabo, Pyrrha le había dicho que quería ver el cuenco vacío. Eso sí, Palamedes le había advertido que era capaz de entender ideas abstractas y que las interpretaciones literales no iban a servir para justificar sus actos. Volvió a mirar los huevos. Se los metió a cucharadas en la boca, como si llevase a cabo una hazaña virtuosa por compromiso y luego se dirigió hacia la puerta cerrada sin hacer ruido. Esperar que comiese y que encima no las escuchara a escondidas ya era esperar mucho de ella.

—… sados para una charla sobre la fecha límite —decía Pyrrha.

—Si la quieren antes, van a tener que esperar sentados. Nos dieron un año.

Después ambos se alejaron de la puerta, lo que puso las cosas algo más difíciles.

—¿… béis descubierto al…? —dijo Palamedes, con la voz de Camilla.

—… gando a unos tipos para que investiguen la zona B… Puede que mañana lo intensifique cuan…

—… lidades en la zona C. Sabemos que el edifcio es….

—… nas seguras primero. Cuanto más nos acerquemos a los barracones… … remos a entender que estamos buscan…

Hablaron más, pero bajaron tanto la voz que Nona dejó de entender lo que decían y la conversación pasó a convertirse en una sucesión de bla, bla, blas. Mantuvo los huevos en la boca sin hacer ruido y apretó la oreja contra la puerta con todas sus fuerzas, un gesto que le fue recompensando con la voz de Palamedes diciendo:

—… dría haber hecho avances con los barracones en cualquier momento. Se están conteniendo. ¿Por qué?

—Ya sabéis por qué —murmuró en respuesta la voz de Pyrrha—. Desde que entren ahí para librarse de esos pobres diablos que están ocupados repartiéndose las ratas y los sedantes, las negociaciones empezarán a irse al traste. Los del Séquito mueren como cualquiera cuando están bajo asedio…, aunque lleve su tiempo.

—Entonces, esta es nuestra última oportunidad para marcar la diferencia. Dadnos órdenes, comandante.

Se oyó a Pyrrha masticar con ganas.

—Dejé de ser eso tras mi muerte, Palamedes. Y, aun así, era un título que se usaba más por educación que por otra cosa. Además, si queréis comandantes de verdad, aquí encontraréis una cantidad bochornosa de ellos.

—Pyrrha —dijo él—. ¿Por qué huyen ahora? ¿Por qué iba a huir Sangre del Edén ahora que gozan de la mayor ventaja que hayan tenido jamás? ¿Por qué huyen ahora que el sentido común, la estrategia y las previsiones seguramente les hayan dejado claro que están en uno de los mejores momentos posibles para oponer resistencia? Después del tiempo que le habéis dedicado, y con toda la información privilegiada con la que contáis, y de la que casi nadie más dispone, ¿aún me decís que no tenéis ni pajolera idea?

—No sois un mojigato. Podéis usar la palabra en la que estabais pensando —comentó Pyrrha. Hablaba con su voz grave, agradable y un tanto ronca, pero había algo oculto en ella que Nona fue incapaz de discernir. Lo habría hecho si hubiese podido ver a Pyrrha—. Pasé mucho tiempo en territorio enemigo, pero no se puede decir que haya visto gran cosa. Sangre del Edén es una casa con muchas habitaciones, pero yo solo visitaba una de ellas. Algo de pajolera idea sí que tengo.

—Pues tenéis que decirnos qué hacer…

Lo interrumpió el ruido del metal contra el plástico, como si alguien estuviese cogiendo los huevos del fondo del cuenco con la cuchara.

—No. No lo haré si nos arriesgamos a que os interroguen a los dos.

—A ninguno de nosotros nos gusta que nos traten como críos.

—¿Críos? Os trato como el custodio de la Sexta Casa y su caballera, y a ninguno de vosotros lo han entrenado para sobrevivir al martirio de Sangre del Edén —repuso Pyrrha—. No creáis que os vais a librar por estar en el cuerpo de Camilla. No tenéis ni idea de cómo pueden llegar a ser las torturas de SdE, y no disponemos de los cinco años necesarios para instruiros.

—Pyrrha, dejad de decir que no tenéis tiempo para enseñarnos y hacedlo de una vez. Aprendemos rápido.

Se oyó como alguien sorbía el café con determinación. Pyrrha siempre hacía mucho ruido al beber. Según ella, era porque aún no se había acostumbrado a sus dientes.

—Podría enseñaros algunas cosas, es cierto. Pero necesitaría que mi nigromante enseñase a Camilla.

—¿Por qué?

—Porque vos tendríais que aprender a ser un recurso útil, y Cam a ser una asesina. —Se hizo un silencio muy breve. Luego Pyrrha dijo, despacio—: También podríais aceptar mi oferta inicial, lo que resolvería muchos de vuestros problemas…

Palamedes bajó aún más la voz de Camilla, lo que hizo que entenderlo costase más aún.

—Fue una oferta magnífica, Pyrrha, pero también casi del todo inútil. No vamos a retirar nuestros efectivos para llevar a cabo una operación de búsqueda y rescate. Sangre del Edén se volvería contra nosotros, hasta nuestra propia célula. Tenemos que manejarnos con astucia.

—Si os manejaseis con astucia, no os centraríais en los barracones, sino en esa operación de búsqueda y rescate. Cam lo está pasando mal. Está muy enfadada, más que vos incluso, y no estáis consiguiendo resultado alguno.

—Gracias por la información sobre mi caballera —replicó Palamedes con educación—. Os lo agradezco.

Se oyó el resoplido de una risa.

—Y encima se enfada… Soy demasiado vieja como para andarme con tonterías, Palamedes. Olvidemos que me acabo de meter donde no me llaman y sigamos. Iré al grano. Olvidaos de los barracones y dejad de intentar ser el héroe del pueblo. Hemos perdido esa batalla.

—¿Perdido? Podría haber más de doscientas personas encerradas en…

—… optimista…

—Y lo haría aunque solo quedasen dos. Es una manera horrible de morir, sean de las casas o no. Y además, cuando todo acabe, también debemos tener en cuenta… el caos.

—Eh, puede que nos dé un respiro. A lo mejor alivia un poco las tensiones.

—No podéis creer eso de verdad.

—No, no lo creo. Irán a matar —repuso Pyrrha, que le dio otro sorbo al café—. Lo sé. Tendríais que haber oído a los del equipo de demoliciones ayer. Están desesperados por que empiece, a la espera de las casas. Uno me dijo que todo terminaría cuando consiguiesen hacer limpieza en los barracones y otro que recibirían con los brazos abiertos a un regimiento del Séquito si trajesen suministros y dispersaran a los efectivos. La mitad de mis hombres estrangularían a la otra mitad con cualquier excusa. Es lo que ocurre cuando obligas a los refugiados de veinte planetas diferentes a vivir hacinados y crees que una amenaza común servirá para unirlos… Ella siempre comete el mismo error. Se lo dije hace veinte años. Funciona bien a corto plazo, pero hay que darles una esperanza de futuro que los mantenga unidos de verdad. Palamedes, hasta nosotros hemos cometido ese error. Podéis conseguir los barracones o salvar a los vuestros, o ninguna de las dos cosas. Pero no podéis decir «elijo ambas» como un imbécil y pretender que el universo se ponga de vuestra parte.

—Pyrrha, eso empieza a sonar como que os rendís.

—Ah, ¿sí? Sabéis bien que estoy lista para rendirme. Esto es un desastre. Sabéis que estoy lista para sacar a Nona con vida de este planeta desde el preciso instante en que aceptéis la situación en la que estamos.

—No podemos salir de este planeta…

—Hay una cosa que se llama nave…

—Pues si tenéis una nave escondida bajo el peto, estaría bien que la compartierais con el resto. —Alzó un poco la voz—. Dejando a un lado la cuestión del «cómo», ¿adónde iríamos si tuviésemos esa nave? ¿Qué podríamos hacer?

—Iríamos a cualquier parte —explicó Pyrrha—. He estado diez mil años fuera de servicio… Estoy lista para cualquier cosa.

Se hizo un silencio breve. Otro sorbo. Palamedes volvió a hablar, con tono más serio.

—No me vengáis con falsos dilemas. Todos nos encontramos en una situación de toma de rehenes. Hay tres millones de personas ocupando un planetoide tanatonergético a millones de kilómetros de aquí. Nueve millones solo en esta ciudad…

—Personas que no os pertenecen bajo ningún concepto.

—Nueve millones, Pyrrha. Es equivalente a la población de la Séptima y la Octava juntas. Tres millones, más nueve millones, más dieciséis. Nos negamos a abandonarlos.

—Os gusta pensar a lo grande. ¿Sabéis quién no lo hace? Sangre del Edén. Ni yo tampoco —dijo Pyrrha—. Si me pedís que elija entre nosotros tres y esos doce millones más dieciséis, nos elegiría a nosotros sin pestañear. No me estáis haciendo caso. SdE ya ha tomado esa decisión, Palamedes. We Suffer ha perdido. Los Wakers y la sección Ctesifonte no pueden protegernos. La sección Merv es la que tiene la solución, que es una manera de salir de aquí. Ahora son los Hopers quienes tienen la sartén por el mango…, y no es la primera vez que me topo con un líder como Unjust Hope. Son los típicos que toman la iniciativa cuando la gente quiere líderes que actúen sin importar las consecuencias. Vamos de camino a una purga, Sextus. A Sangre del Edén ahora todo le importa una mierda.

—A ver, yo diría que antes todo le importaba una mierda igualmente.

—Pues no tenéis ni idea. Escuchad. Nunca habéis tenido que enfrentaros a esta versión de Sangre del Edén, en serio. Está versión se ha pasado toda su existencia sacrificando lo que hiciera falta con tal de sobrevivir un poco más…, y no sé ni quiero saber por qué. ¿Y sabéis la razón? La razón es que Gideon está muerto y a mí también me importa una mierda. Me importa una mierda mientras pueda salvar nuestro pellejo.

—No os creo.

—Pues deberíais. Conozco una luna pequeña que está a medio transformar. Tiene buen suelo y aire respirable. Gideon solía pensar en escapar allá. Yo sé de agricultura… Podría enseñaros a Cam, a Nona y a vos. Podría enseñaros a esperar. Es mi especialidad. Y, desde el momento en que me haga con una nave, tendríamos la posibilidad de escapar.

Otro crujido, pero luego se oyó una alarma que sonaba ahogada, como si viniese del interior de un bolsillo. Palamedes murmuró algo que Nona sabía que era un taco. Y luego dijo, sin demora:

—Se me ha acabado el tiempo.

—Esa es la mejor parte, ¿verdad? Tener excusa para libraros de las conversaciones incómodas. —Y luego Pyrrha añadió, casi de inmediato y en voz más baja—: Perdonad el chiste, custodio. Siempre me olvido de que no estáis acostumbrado.

—Y sabed que nunca me acostumbraré. Bueno, llegaréis tarde al trabajo. Y Nona va a llegar tarde a la escuela.

Pyrrha bajó tanto la voz que lo único que Nona fue capaz de entender fue un:

—… mos que dejarla ir…?

—Quiero que esté lo más tranquila posible. ¿Podríais ir a por la zona B?

—Lo haré al final del día, aunque tenga que terminarlo yo sola. No os preocupéis.

Nona miró los últimos grumos amarillos que le quedaban en el cuenco y se metió la mitad en la boca, con la esperanza de que, si se lo tragaba de una vez, no se ahogaría ni tampoco notaría el sabor. No hizo ni el más mínimo ruido, pero Camilla (sabía que volvía a ser Camilla) preguntó desde dentro de la habitación:

—¿Cuánto tiempo lleváis escuchando, Nona?

—Hablabais muy alto, así que se podría decir que casi todo el tiempo —respondió Nona, sin haber terminado de tragarse los huevos.

—Pues espero que al menos os hayáis terminado el maldito desayuno.

Camilla se acercó a la encimera de la cocina y se terminó lo que le quedaba del desayuno con gestos mecánicos, mientras Nona metía una pastilla esterilizada en el cubo de agua sucia donde lavaban la vajilla. Pyrrha ajustó un espejo sobre la mesa y empezó a afeitarse la cara. A Nona le encantaba el intenso olor a limpio del jabón de afeitar, y también le gustaba ver como Pyrrha apuraba con rapidez y maestría las manchas castaño rojizas que le salían en las mejillas y debajo de la boca, y también le gustaba ver las marcas rojas y húmedas que aparecían poco después. Cuando Pyrrha acercó la mano para tocarse las mejillas suaves y tersas, dichas marcas ya habían empezado a menguar y desaparecido casi por completo. Cam se encontraba junto a los percheros que había junto a la puerta y dijo:

—Sombreros.

Lo que indicaba a Nona que tenía que acercarse para coger y repartir los sombreros.

—Mascarillas.

Más de lo mismo.

Los sombreros eran espantosos y de ala ancha, con un trozo de tela que caía por detrás y tiras con las que ceñirlos bien a la barbilla. Nona tenía la idea recurrente de quemar el suyo, ya que tampoco se podía decir que necesitasen ni sombreros ni mascarillas. Eso era la peor, ¿verdad? Nona no tosía ni aunque todo el humo le diera en la cara, y Pyrrha no se quemaba la piel, que siempre tenía del mismo marrón maravilloso y oscuro. Mientras Camilla se afanaba por colocar bien el velo de atrás del sombrero, Nona se fijó en uno de los extremos de la ventana, donde la luz brillaba con intensidad entre las pequeñas rasgaduras que había en la cinta. En los lugares donde estaba más rota, llegaba a verse el cielo y todo.

El cielo sobre la ciudad solía ser de un amarillo denso y mantequilloso. Ahora solo presentaba ese color en los extremos del horizonte, ya que el azul se había extendido como una mancha en una alfombra y rozado incluso la luz. Nona se acercó un momento a hurtadillas a la ventana, descorrió un poco las cortinas y miró a través del patrón antifrancotiradores roto para ver un atisbo del mundo exterior. La luz azul se hizo más intensa y Camilla dijo, con brusquedad:

—Nona.

Y ella soltó al momento las cortinas, que volvieron a cerrarse.

Pyrrha, que ya se había puesto la mascarilla, hizo una pausa junto a la puerta. Los tendones destacaban alrededor de los nudillos de sus manos.

—Recapitulemos. ¿Cuál es la palabra clave de esta semana para dispersarnos?

—Meollo —dijo Camilla.

—¿Y la palabra clave para indicar que todo está despejado?

—Peso —dijo Nona.

—Perfecto. ¿Cuál es vuestro puesto si esa cosa del cielo da la impresión de estar a punto de dejar de vigilar?

—Los túneles subterráneos de la lonja —dijo Camilla.

—El agujero del gran puente del paso subterráneo —respondió Nona.

—Diez puntos para ambas. ¿Y qué tenéis que hacer una vez lleguéis allí?

—Escondernos hasta que llegues —respondió Nona. Luego añadió, con convicción—: Y rescatar a cualquier animal cercano siempre y cuando no exceda el tamaño de la caja, y mejor lanuditos que con el pelo largo.

—Os reduzco los puntos a la mitad. Nada de animales, sean lanuditos o con el pelo largo. Me da igual. ¿Cam?

Camilla había terminado de colocarse bien el sombrero, y ahora había empezado a cubrirse la cara con esas enormes gafas oscuras, las que se ponía siempre a pesar de que no le quedaban muy bien en la nariz ni en las orejas. Les daba a ambos, tanto a Palamedes como a Camilla, un aire distante y desapegado, pero Palamedes siempre decía que le ayudaban con su síndrome de miembro fantasma. Sin ellas, no dejaba de intentar subirse por la nariz algo que no estaba allí. Además, Nona creía que a Camilla le gustaban, aunque nunca lo dijese.

Camilla se las colocó bien, se pensó la pregunta y dijo:

—Luchar.

—Os quedáis sin puntos. Camilla, si os enfrentáis a un Heraldo, no volveréis a casa.

—Esa es vuestra teoría —replicó Camilla.

—Hay datos que la respaldan. Hect…

—Si Camilla lucha, yo quiero quedarme con los perros que haya por ahí —dijo Nona, decidida—. Aunque tengan el pelo largo.

Pyrrha alzó la vista hacia el techo, en una súplica silenciosa. La exhalación posterior rechinó con estruendo contra el filtro de la mascarilla.

—Antes era la responsable del Departamento al completo —dijo, y no sonaba como si se dirigiese a ninguna de las dos—. Y ahora tengo que lidiar con aspirantes a héroes y perros peludos. Este es el castigo que ella habría querido para mí. Dios, seguro que se habría meado encima de la risa… Vamos, niñas. Qué pocas ganas de caminar con este calor.

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