Traducir a Kameron Hurley: gramática, sociolingüística, bichos y señoras con brazacos

Sobre un fondo en distintos tonos de violeta vemos a lo que parece una mujer, envuelta en una túnica naranja y con una pistola en la mano, atravesando un cristal que estalla en pedazos
Cubierta de Bel Dame Apócrifa I: La guerra de Dios, por Juan Alberto Hernández.

Cuando la posibilidad de traducir God’s War al español se materializó en un contrato de edición era consciente de que me enfrentaba a un reto. No solo por la importancia de su autora o por la fuerte apuesta que hacía una editorial independiente como Cerbero al publicar un libro como aquel, sino porque el mundo creado por Kameron Hurley está lleno de seres, tecnología, conceptos e ideas que no existen en el nuestro y, al mismo tiempo, está basado en realidades que sí.

En este artículo podría hablar, por ejemplo, de la dificultad que supuso adaptar los nombres ingleses de los innumerables insectos que pueblan Umayma al castellano, una lengua mucho menos sintética y que tiene la costumbre de asignar a sus bichos nombres tan poco molones como gorgojo perforador del chopo, escarabajo de la patata o zapatero. También podría centrarme en los retos de traducir los verbos referidos al funcionamiento de una tecnología que no es solo que no exista en nuestra realidad, sino que no tiene ninguna clase de equivalente ni antecedente… sobre todo cuando ni siquiera la propia autora sabe con seguridad cómo funciona. Y, por supuesto, también están los malabarismos necesarios para mantener el género neutro, sin que la traducción suene forzada, cuando la autora lo usa intencionadamente. Podría, incluso, contaros la anécdota en la que la intuición me salvó in extremis de meter la pata a lo grande. 

Todos estos aspectos de la traducción de La guerra de Dios son muy interesantes y darían para hablar un buen rato, pero he decidido centrarme en una peculiaridad de esta novela con la que no había contado antes de empezar y que convirtió esta traducción en la más diferente y, con toda probabilidad, en la más creativa que he hecho hasta el día de hoy. Para explicar el proceso tengo que destripar un poquito la novela, aunque más en lo referido al worldbuilding que a la trama. Vamos allá: Umayma es un planeta remoto en el que habitan seres humanos que llegaron a él hace miles de años y que lo terraformaron… apenas, porque las condiciones de vida son durísimas. Está dividido, al menos que se sepa en el primer libro de la trilogía, en cuatro países que libran una guerra interminable desde hace siglos y que ya nadie sabe por qué empezó. Estos son los cuatro países:

  • Nasheen es un «matriarcado mal». El equivalente al patriarcado más feroz que nos podamos imaginar, con las tornas cambiadas. Los hombres son carne de cañón en la guerra santa, obligados a combatir desde los dieciséis años hasta los cuarenta, si es que sobreviven tanto tiempo. Esto implica que la sociedad civil está compuesta casi en su totalidad por mujeres, con la excepción de niños y ancianos.
  • Chenja es la enemiga mortal de Nasheen y profundamente patriarcal. Los hombres ostentan todo el poder, las relaciones son polígamas y las mujeres son absolutamente sumisas a sus padres, hermanos, esposos…
  • Mhoria no tiene demasiada importancia en este libro, pero sabemos que su sociedad está absolutamente fragmentada en función del género, hasta el punto de que son, en realidad, dos sociedades que no interactúan más allá de lo estrictamente necesario para la reproducción.
  • Ras Tieg es un país homófobo y muy religioso. Su organización social es muy parecida a la de Chenja, aunque es más pobre y con menor desarrollo tecnológico.
Sobre fondo azul, Nyx. Es una mujer de mirada desafiante, que bebe lo que parece algún tipo de alcohol. Lleva el pelo peinado en multitud de trenzas finas de raíz y se adivina la empuñadura de una espada a su espalda.
Nyx, protagonista de La guerra de Dios, por Juan Alberto Hernández. Ilustración incluida en el interior del libro.

Evidentemente, esta información no la tenía yo al empezar a traducir. Bueno, tal vez esto solo sea obvio para mí, así que me explicaré: no leo los libros antes de traducirlos, salvo que se trate de una obra que ya he leído anteriormente en el idioma original. Esto se debe a dos motivos: en primer lugar, que con frecuencia el plazo de entrega no lo permite y, en segundo lugar, aunque este sea el motivo principal, por mi método de trabajo. Soy de esas traductoras que hace una primera versión muy preliminar (a veces incluso dejo en inglés frases o expresiones que se me atragantan demasiado) y luego una corrección a fondo. Y en esa primera versión me ayuda no conocer la trama, porque «tira de mí» y mantiene mi interés. He descubierto con el tiempo que muchas de las dudas que me habría llevado mucho tiempo solucionar en la traducción preliminar se resuelven casi por sí mismas cuando doy la segunda pasada, una vez terminado el libro.

Así que ahí estaba yo, dando mis primeros pasos en una novela desconocida (había leído otros libros de Hurley, pero no God’s War). Y no solo era una novela desconocida, sino que se trataba de una novela de Kameron Hurley, que tiene por costumbre soltarte en medio de la trama, en un mundo desconocido, y dejar que te las vayas componiendo como buenamente puedas.

Recuerdo la sensación de las primeras páginas como una especie de juego de la gallinita ciega en el que avanzaba a tientas, rodeada de palabras que se me resistían, conceptos que no acababa de entender y personajes cuyo género me costaba dilucidar. Esa incomodidad fue desapareciendo poco a poco, a medida que le tomaba el pulso a la historia, pero entonces surgió una nueva, aunque más que una incomodidad era un picorcillo que cada vez me costaba más no rascarme: se me empezó a hacer insoportable utilizar el masculino genérico para hablar de colectivos que yo sabía que estaban compuestos en la práctica totalidad por mujeres. Cada vez que escribía «los magos» o «los boxeadores» la urticaria se extendía más. No solo no tenía sentido utilizar el masculino como genérico, sino que creaba una idea errónea de la sociedad nasheenia que quien leyese la traducción tendría que deconstruir mentalmente cuando avanzase la trama… algo que, no solo es muy difícil y requiere un gran esfuerzo imaginativo, sino que no era lo que la autora buscaba ni ocurría en el texto original, porque el inglés no genera ese problema.

De izquierda a derecha: Kameron Hurley, Blanca Rodríguez e Israel Alonso durante la presentación de La guerra de Dios en la Librería Gigamesh.

Si hay algo que he aprendido en estos veinte años de profesión es que el fin último de una traducción es causar en los lectores y lectoras objetivo el mismo efecto que pretendía el original, es decir, si el inglés genera extrañeza, el español debe generarla. Si el inglés produce familiaridad, el español, lo mismo. Y así sucesivamente. Por lo tanto, me suponía un problema grande que mi formulación en castellano llevase a creer que la sociedad nasheenia era paritaria o incluso mayoritariamente masculina cuando el caso era el contrario. Así que escribí a Israel Alonso, mi editor, y le comenté la situación y mi deseo de utilizar el femenino genérico cuando se tratase de colectivos compuestos casi en exclusiva por mujeres. Por supuesto, me dio el visto bueno pero, pese a todo, decidí escribir a mi autora que, como no podía ser menos, siendo ella quien es, me dio un visto bueno entusiasta.

Aliviados los picores traductoriles con el antihistamínico del femenino genérico, seguí avanzando en mi trabajo… hasta que llegaron nuevos escozores. ¿Tenía sentido que los personajes nacidos en una sociedad como la nasheenia utilizaran el masculino como genérico para nombrar a colectivos mixtos? ¿No habría evolucionado su idioma hacia un uso del femenino genérico como reflejo del sistema profundamente matriarcal que regía su sociedad, igual que lo ha hecho el nuestro (y tantos otros) en sentido contrario? La respuesta evidente era que sí. Al fin y al cabo, las lenguas son espejo de nuestras costumbres, nuestra manera de ver el mundo y de relacionarnos con él y entre hablantes, y, por lo tanto, evolucionan cuando estas costumbres, esta cosmovisión y estas relaciones cambian, para adaptarse a ellas.

Esta reflexión me llevó a analizar el efecto que habrían tenido en el idioma las relaciones humanas de las distintas sociedades de Umayma y llegué a la conclusión de que en Chenja y Ras Tieg usarían siempre el masculino como genérico, y en Nasheen, utilizarían el femenino. ¿Y qué pasaba con Mhoria? La solución no parecía tan sencilla. Le di vueltas y llegué a la conclusión de que, si hay lenguas que utilizan diferentes pronombres o sufijos en función de las relaciones de género y poder que existen entre hablantes, ¿por qué no podía el mhoriano utilizar diferentes formas «neutras» en función del género del hablante? Lo consulté con Hurley y me respondió: «Si te ves capaz de hacerlo, eso sería lo ideal». Una puntualización magnífica, porque la cosa no era sencilla.

En la ilustración aparece dibujada una chica joven de piel oscura y ojos claros, envuelta en un pañuelo verde. Parece un homenaje a la fotografía "la muchacha afgana" de Steve McCurry.
Nikodem, uno de los personajes de La guerra de Dios, por Juan Alberto Hernández.

Me encontraba en ese punto con personajes que utilizaban tres formas genéricas diferentes: nasheenias (y nasheenios, aunque muy pocos) que utilizaban el femenino genérico; chenjanos y rastieganos (y alguna chenjana y rastiegana suelta) que usaban el masculino; y mhorianos y mhorianas cuya forma «neutra» dependía de su propio género… esto, claro está, cuando hablasen en su lengua materna y no cualquiera de las otras del planeta. Por ejemplo: el chenjano Rhys, usaría el femenino genérico en Nasheen, pero no en su país natal. Y, por supuesto, estaba la voz narradora, que no usa ninguna de las lenguas de Umayma, sino el castellano, y para la que habíamos decidido utilizar el femenino genérico cuando se refiriera a colectivos en los que había mujeres casi en exclusiva, pero no en otros como, por ejemplo, los soldados, los niños o los ancianos. Habrá quien piense que esto es antinatural y subvierte la gramática española, pero, en realidad, siempre hemos utilizado el femenino genérico para referirnos a colectivos feminizados como «enfermeras», «azafatas», «limpiadoras» o «amas de casa». No estará recogido en la norma, pero sí en el uso.

Un ejercicio de malabarismo nada fácil de mantener y que me hizo reflexionar mucho sobre mis propias concepciones interiorizadas por las particularidades de mis lenguas maternas. No fueron pocos los cambios que tuve que hacer en la segunda versión. Algunos incluso llegaron a colarse en esa segunda criba y los descubrí en la corrección final. Es más que probable que alguno haya llegado a la imprenta. Para una hablante nativa de castellano supone un esfuerzo muy consciente escribir, por ejemplo, «Has adquirido una nueva deuda con nosotras —dijo Yah Tayyib», siendo como es Yah Tayyib «un hombre alto y delgado, de barba gris y bastantes más de sesenta años». Haced la prueba, si no me creéis: coged un par de páginas de un libro cualquiera, copiadlas aplicando estos patrones y luego comprobad cuántos errores habéis cometido.

Este es un artículo sobre un proceso de traducción y sus dificultades, pero también encierra una fuerte carga sociolingüística que me gustaría que nos llevase a reflexionar sobre el papel que tiene la lengua en nuestra visión del mundo. Antes dije, y es verdad, que la realidad moldea los idiomas, pero lo cierto es que se trata de una vía de doble sentido porque el idioma también construye nuestra realidad. Así, los hablantes de unas lenguas no reconocen colores que los de otras sí, porque en su idioma no existe una palabra para nombrarlos. O describen un puente con unos adjetivos u otros en función de si la palabra «puente» es de género masculino o femenino en su idioma. Es famosa la frase «lo que no se nombra no existe», pero tal vez deberíamos añadir que lo que se nombra de una forma, tiende a adoptar esa forma y no otra.

 

Colaborador
BLANCA RODRÍGUEZ (COLABORADORA): Blanca Rodríguez es traductora desde hace 20 años y se especializa en traducción literaria. También es autora y actual presidenta de Pórtico, Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror.


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