Si hay algún misterio en este nuestro mundo editorial de género fantástico, uno de los grandes (y que sigue ahí, tras cuatro años después de su publicación en 2019), es por qué nadie ha traducido aún A Memory Called Empire al español. Quizás puede ser que una novela sobre intrigas imperiales, asesinatos sin resolver, dobles sentidos en los diálogos y pasado y presente mezclados puede ser que no llame la atención.
Tampoco puede llamar la atención, a pesar de ser una novela primeriza ganadora del premio Hugo a la mejor novela (algo que gusta tanto y que sirve de poco a veces), pero genialmente escrita. Al fin y al cabo, Arkady Martine tiene un currículum curioso que se refleja perfectamente entre líneas: la conocedora de imperios, ya que ha escrito múltiples artículos y su tesis doctoral sobre el Imperio Bizantino; la planificadora de ciudades, que decide crear el ciudad-planeta por excelencia; y la historiadora de la historia armenia, que decidió reflejar en los nombres de la estación de Lsel. Hay otro detalle, otro elemento clave, y es el amor por el lenguaje que profesa Martine.

Portada de la novela.
Sonríe con los ojos: el lenguaje corporal
En A Memory Called Empire tenemos inicialmente un solo punto de vista: el de la accidentada nueva embajadora de la estación de Lsel, Mahit Dzmare, quien ha marchado precipitadamente de su estación espacial para saber qué ha pasado con su antecesor, Yskandr Aghavn, y evitar la anexión política con el imperio de Teixcalaan, una expansión de inspiración azteca que ha conquistado decenas de planetas y cuya paz solo se ve truncada por las invasiones a otras colonias y otros planetas.
Joven, sin experiencia, con un par de maletas y decididamente más alta que el resto de Teixcalaan, pelirroja y con nariz aguileña, Mahit es el perfecto reflejo de una bárbara. Al fin y al cabo, esta era la etimología griega de “bárbaro”, “el que balbucea”; una extranjera, tanto en su fisonomía, como en sus gestos.
Si hay algo que se marca en toda la novela es la diferencia entre el comportamiento de Mahit, sus sonrisas abiertas de par en par, su emoción tan cruda que en el imperio se puede considerar incluso maleducada, y lo que se espera de ella: la parquedad, la sencillez de alguien que es incapaz de pensar antes de hablar. En contraste, los imperiales son gente neutra: no hay expresiones reseñables, todo es calmado y la sonrisa siempre se inicia desde la vista.
En un momento determinado de la novela hay un comentario de Mahit sobre un niño, que ya mantiene la expresión teixcalaani y solo sabe de la curiosidad hacia ella por la vista y las preguntas que le hace.
La importancia del nombre

Ilustración de Victor Ngai. Fuente.
Mahit llega a la Ciudad, un término que en la lengua imperial es una tautología, una afirmación redundante: la Ciudad es el planeta, la misma palabra se usa para “mundo”, y “mundo” también es el Imperio. Esta visión, tan diferente a la de nuestra protagonista, se ve en pequeños detalles tales como los nombres propios. Esto lo conoce a través de Three Seagrass (Hierbamarina Tres, en español*), la enlace cultural o asekreta asignada por el ministerio de Inteligencia a la nueva embajadora, quien mantiene un diálogo para romper el hielo con su nueva empleadora sobre los nombres imperiales tras leer los correos atrasados de peticiones sin responder.
El número tres se considera un número de buena suerte, tradicionalmente; por otro lado, se le asigna a la persona un término elegante, como una flor, una planta o una herramienta. Algo diferente se considera raro, incluso gracioso; en un momento determinado une antigue ciudadane de la estación nacionalizade ha cambiado su nombre a Thirty-Six All-Terrain Tundra (Vehículo Todoterreno de Tundra Treintaséis), lo que provoca el shock tanto de Mahit, enamorada de la literatura imperial, como de Seagrass, que está genuinamente ofendida por su falta de gusto tanto por la elección de número como de objeto.
Por otro lado, además de los nombres y sus apodos correspondientes (con resultados muy graciosos, cabe añadir) hay epítetos asignados a personas dignos de una epopeya griega. Mi favorito, sin duda, es el de Nineteen Adze (Azuela Diecinueve), un personaje ambiguo en esta intriga imperial, posible aliada y enemiga de Mahit y muy cercana al emperador: la mujer cuya presencia clemente ilumina la sala como el filo de un cuchillo. ¿Memorable? Un buen rato.
Pasado incierto, presente, posible futuro
De memoria va el libro, eso lo sabemos desde el principio, pero esa memoria no solo es metafórica, sino literal. Un término clave en el desarrollo de la historia es imago, “imagen” en latín: una ayuda para los pocos habitantes de la estación de Lsel, quienes heredan la memoria, la gestualidad y las opiniones de otra persona, conocimientos que se han transmitido durante nada más y nada menos que en catorce generaciones. Por supuesto, abundan los psicoterapeutas; ya es suficiente movida una sola persona, imaginad tener otra pensando por ti también (eso quienes, por supuesto, tenéis una voz mental).
Por supuesto, esto es (debería) ser una ayuda inestimable para nuestra protagonista, quien está más perdida que un pulpo que un garaje. Al fin y al cabo, no es lo mismo admirar la cultura de una sociedad que insertarse en ella, y Yskandr debería ser como una muleta, guiándola en un mundo que él había conseguido dominar, aunque no actualizado del todo. El imago que conserva Mahit es incompleto, ya que en sus años de embajador su antecesor solo volvió una vez y se han perdido quince años por el camino.
Además de la pérdida de quince años, en cuanto Mahit ve el cuerpo de Yskandr, quien ha sido asesinado, pierde súbitamente su conexión con el imago, lo que implica la pérdida de la memoria y el recuerdo que más le podían ayudar. Para la sociedad imperial, en cambio, una tecnología como la de la estación espacial resulta una aberración, algo antinatural, por el simple hecho de que los implantes no suelen ser bien vistos.
La poesía, el arma de la sociedad
En un mundo en que los nombres determinan el futuro desde el nacimiento, que los epítetos demuestran el poder, no es de extrañar que la literatura y el juego poético estén integrados en todos los niveles de la sociedad. Como espectadora externa, Mahit está fascinada desde su adolescencia con las obras procedentes de Teixcalaan, desde las epopeyas que hablan de la Ciudad en el sentido puramente estético hasta las novelas románticas de dudosa calidad y censura.
No obstante, no es lo mismo disfrutar de una literatura de forma ajena que vivirla. No solo se disfruta de la poesía como un juego, sino que sirve como cifrado de correo, como crítica política y también como llamada a la acción. Al fin y al cabo, ¿qué es la sociedad teixcalaani, sino una lanza en manos del sol?
En conclusión, aunque el término “construcción de mundos” me da un poco de urticaria, podéis comprender que como enamorada de la lingüística me fascinara tanto esta novela, y espero que compartáis esta fascinación conmigo.
Y que alguien la traduzca, por favor y gracias.
*Para clarificar, he traducido al español ciertos nombres propios de personajes de la historia.

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